
La luz se colaba por el agujero de la cerradura. Una cerradura que se abría con una simple llave de hierro. No hacía falta más que introducirla en el lugar que le correspondía y girarla hasta que el pestillo se retirara y, después, solo quedaría abrir la puerta. Al otro lado estaba el sol, sin embargo no era capaz de ir a su encuentro. Mientras miraba ese haz de luz atravesando la penumbra del mundo que habitaba, se dio cuenta de hasta qué punto estaba atrapado en él. Desnudo, sentado en el último escalón de la escalera que le llevaba al mundo exterior, elevó la mano derecha para tocar ese rayo de nostalgia. Observó el círculo de luz en la palma de su mano, un tesoro escurridizo que no era posible guardar en ningún cofre y que desaparecería en unas horas, cuando el sol descendiera.
—¿Oren?
La voz de Târeq le buscaba desde la cama. Hoy pasarían el día juntos. Su acompañante, después del sexo, se había quedado dormido, pero él no había sido capaz. Los orgasmos compartidos y encadenados solo habían sido un alivio momentáneo, una forma primitiva y visceral de darle salida a la frustración, a la pena, a la desilusión. Había perdido su camino, su meta, y la rutina de la noche a noche no era más que un recordatorio, constante y machacón, de que ya no le quedaba nada.
Escuchó a Târeq entrar en el aseo. Sería mejor que regresara a la cama, al encuentro cálido del amante. Debía dormir, tras el anochecer saldría a cazar de nuevo y no podría hacerlo en condiciones si no descansaba. Cuanto antes se adaptase, mejor. Quizás aceptando que así sería su vida para siempre, la pesadumbre se alejaría y podría soportar la pérdida. Primera fase del duelo: asumir que el Oren de la luz había muerto.
—¿Dónde estabas? —le preguntó Târeq al salir del servicio y encontrarlo de pie en mitad de la cueva que era su casa.
—Dando un paseo, no podía dormir.
—¿Desnudo?
Encogió los hombros y le sonrió con picardía.
—Están todos dormidos —contestó.
La pose de gamberro seductor con Târeq nunca le fallaba.
—Ven aquí…
Su amante le agarró por la nunca y le besó con intensidad, con la fuerza del que desea poseerte y al mismo tiempo entregarse. De un empujón le tumbó en la cama. Con calma se fue hacia él, sobre él, degustando el momento, admirando las vistas. La lengua de Târeq enredándose en la suya. Oren dejándose llevar, disfrutando otra vez del camino al punto intermedio, a ninguna parte y a todas, al que le trasportaban las manos que recorrían su cuerpo, los labios que volaban y se posaban con rapidez, ahora en el cuello, ahora en el hombro. El calor y el movimiento del cuerpo ajeno sobre el suyo. Evadirse de un mundo para adentrarse en otro donde no importaba qué Oren era ni cuál había dejado de ser. Llegar al éxtasis y olvidarse de todo.
Se despertó antes de tiempo, mucho antes. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño y se levantó para comenzar a vestirse y preparar su petate para la dura noche de trabajo. Contempló a Târeq dormir, sus respiraciones suaves y profundas le trasmitieron calma. Se acercó a él y depositó un beso en su frente.
Subió las escaleras de forma mecánica. La llave dando vueltas entre sus dedos. La mente en blanco. Al llegar al último escalón no se dio cuenta del pequeño hilo de luz, de un agonizante naranja, que aún se colaba por el ojo de la cerradura. Ni se fijó en cómo lo tapaba la llave. La giró una y dos veces y la puerta se abrió. Al salir al exterior, primero se asustó. Aún era de día. Todavía no era de noche. ¿Qué había hecho? ¿Cómo? ¿Y si alguien…?
El sol se iba a su espalda. Hacia el este, Oren, hacia el este. Se giró y fue corriendo en su busca, intentando así restarle segundos a la despedida. Es el sol, Oren, míralo, el sol. No recordaba que fuera así el anochecer. En la ciudad de luz nadie lo veía porque cuando el astro comenzaba a acercarse al horizonte, todos se metían en sus casas como hormiguitas obedientes. Y él, la primera y única vez que lo vivió, tuvo tanto miedo al creer que moriría que ni siquiera se fijó. Subió a una pequeña colina y desde allí se deleitó con todas las tonalidades en las que el sol se deshacía. Como si se sumergiera más allá, en la profundidad de un océano que lo acogía para que descansara. Qué maravillosa visión que nadie contemplaba, ni los de arriba ni los de abajo. Se preguntó qué pasaría si lo hicieran. Y también qué más daba si nunca lo hacían.
La noche regresó, pero aquel sol anaranjado permaneció en él, al cobijo de su memoria, bien arropado en su interior. Al día siguiente volvió a salir antes de que se pusiera del todo. Al siguiente más temprano, cuando aún era posible verlo por completo. Y al siguiente antes aún, en plena tarde. Comenzó a hacer parte de sus tareas de día, cuando todos dormían. Y a descansar la mitad de la noche, mientras los demás trabajaban. Entre la luz y la oscuridad, Oren encontró su propósito. Viviría en los dos mundos.
Un capítulo de calma en mitad de todo lo que se está cociendo. Dirás lo que quieras, pero creo que tus descripciones son muy bonitas.
Ay, gracias, Kate. 🙂