
La verdad, ¿dónde se encontraba? Eso se preguntaba Laila mientras permanecía de pie mirando al Kir Magan. ¿Existió alguna vez? ¿O siempre fue como aquel muro? Fabricado a medida para mantenerlos separados.
—¿Dónde está Raina? —Eso le había preguntado a Yosef, pero como lo único que hizo fue bajar la mirada tuvo que insistir—. ¿Dónde está?
—Ven, te lo cuento dentro mejor, ¿no?
Yosef le ofreció algo de beber. Ella negó con la cabeza, no quería nada de él salvo respuestas.
—Al menos siéntate, por favor.
Yosef se tomó su tiempo. Le pidió a Uve, la inteligencia virtual de la casa, que abriera la nevera. Buscó en los estantes alguna bebida que le ayudara a que el trago que iría después, cuando se sentara frente a Laila, pasara mejor. Eligió una bebida isotónica, estaba agotado.
—Uve, hielo, por favor.
Le costó comenzar su relato. Laila esperó en silencio sin dejar de mirarle. Ojos negros que le culpaban.
Todo pareció un calco de la última vez: esperar agazapados, sabotear las cámaras, abrir un umbral en el Kir Magan y adentrarse en el bosque, en el territorio de la ciudad subterránea para reencontrarse con el hermano perdido. Esa noche sí sabían el camino, no se toparon con él de casualidad, y, cuando llegaron al claro, Oren ya les estaba esperando.
—Yosef —Oren sonrió y abrazó a su hermano con la energía del ansia acumulada durante casi un ciclo lunar. —Hola, Raina.
—Hola, Oren.
Al principio solo hubo palabras intranscendentes, los minutos de calentamiento, aún eran como esas personas que se acaban de conocer y no saben muy bien cómo actuar ante el otro, a pesar de que dos de ellos no solo compartían genética, sino la mitad de su vida. Raina creyó que debía esperar un tiempo de cortesía antes de acaparar para sí la atención.
—Perdona, Oren.
Pero no pudo aguantar demasiado.
—¿Sí?
—¿Has averiguado algo de mi familia?
—Sí.
—¿Y?
Mâlik y Ghada Al-Sharif seguían viviendo en la misma casa. A Raina no le sorprendió, siempre que pensaba en ellos los imaginaba así, haciendo lo mismo de siempre, saliendo a recolectar guiándose por las estrellas. Y, cuando lo hacía, sonreía y lloraba al mismo tiempo. La forma en que Oren lo averiguó consiguió que la pequeña esperanza que Raina aún se empeñaba en guardar de que podría reencontrarse con su familia, al igual que lo habían hecho Yosef y Oren, se deshiciera como un pedazo de tierra seca en las manos.
No se había hecho amigo de otro recolector como su mentor le sugirió a base de compartir la comida, porque al mencionar a la familia Al-Sharif se hacía el silencio y la amistad incipiente se alejaba como un roedor precavido ante la rapaz que le acecha. Fue de casualidad en una medianoche en la taberna. Oren bebía solo, como siempre, dándole vueltas a qué podía hacer para ayudar a Raina y tener algo que contarle cuando la volviera a ver. Alguien se sentó a su lado sin pedir permiso y alzó la vista. Se encontró la mirada sonriente de su más fiel compañero cuando se dedicaba a hacer agujeros gigantes en la tierra.
—Rashîd, ¿qué te trae por aquí?
—El alcohol.
—¿No te importa que te vean confraternizando con un cazador?
—¿Y a ti con un tunelador?
Su amigo estaba de humor, pero él no dejaba de darle vueltas a lo mismo. El alcohol le soltó la lengua y se le escapó una queja. La actitud de los gremios era estúpida, toda esa opacidad, esa distancia entre ellos, ¿de qué les servía al final? Era una soplapollez.
—Cierto —le comentó Rashîd—. Se creen que así nadie conocerá la mierda que tienen bajo la cama. Aunque huela a distancia.
—Sí y hay tanta que ya no sabes de quién es.
Rashîd se rio a carcajada limpia. Era la primera vez que veía a aquel Oren de pensamiento profundo y actitud asqueada. Y no le pegaba nada.
—Vamos, hombre, ¿qué más da? Allá ellos, ni que te afectara en algo a ti. O que te importase alguna vez si así fuera.
—No es por mí, es por una amiga.
—¿Una amiga? ¿Por eso Tarêq y tú ya no os habláis?
—No.
—¿Qué le pasa a tu amiga?
Oren dudó unos segundos si contestarle o no, pero como su amigo bien había dicho, ¿qué más daba?
—Quiere saber cómo está su familia.
—Ah, ya. ¿Cuántos años hace que no se hablan?
—Muchos.
—¿Y su familia es…?
A Oren le dio la risa y Rashîd se hizo el ofendido.
—¿Qué? Yo también conozco chismes, qué te crees, ¿que soy un tunelador bobo que no me entero de nada?
—No, solo que eres un simple tunelador al que no le cuentan nada.
—Entonces, qué tienes que perder por decírmelo.
Al-Sharif salió de la boca de Oren mientras sonreía como si estuviera haciendo una broma, tomándole el pelo a un amigo. Rashîd le ignoró porque aquel apellido resonó en su cabeza como lo hace un recuerdo vago.
—¿De qué me suena? —se dijo a sí mismo.
—Sí, claro, ahora me vas a decir que los conoces. ¿Intentas engañar a un profesional?
—Cierra la boca, idiota.
Oren bebió mientras Rashîd buceaba en su memoria.
—Se te va a enfriar la cerveza y te va a saber a pis.
—La ganga de mi madre —perjuró poniéndose de pie—. Que en paz descanse.
Rashîd cogió de las solapas a Oren y lo llevó contra su voluntad por todo el nivel superior de la ciudad en dirección a la periferia, hacia los dominios del gremio de curtidores. No le dejó decir ni una palabra en todo el camino, sonreía triunfante mientras él se preguntaba por qué narices le seguía y no le mandaba a limpiar carbón.
—¿Qué hacemos aquí? —dijo Oren tapándose la nariz con el antebrazo—. ¿Me quieres matar con la peste?
Rashîd se movió entre los puestos y le condujo hasta los talleres donde se curtían las pieles de los animales que los cazadores conseguían.
—¿Ves aquella chica de allí?
—¿Cuál?
—La que está metiendo las pieles en los barriles de mierda y pis.
—Sí.
—Se llama Kamra —le dijo Rashîd como si acabara de ganarle una apuesta—. Al-Sharif.
La pobre familia Al-Sharid, una lástima lo que les había pasado con sus hijas. De Raina, la pequeña, nadie hablaba, demasiado doloroso, para qué hurgar en la herida. Pero lo de la mayor, Kamra, deberían haberlo evitado.
—Al parecer se quedó embarazada sin estar casada —le contaba Oren a Raina intentando ser lo más cuidadoso posible—, y no quiso decir de quién. Según mi amigo Rashîd, fue un tunelador, un fanfarrón que se jactaba de que había seducido a una recolectora y que ascendería cuando se casara con ella.
—Pero se quedó embarazada antes de tiempo y se le fastidió el chollo —completó Raina—. Si no hay honra, no hay boda.
—Lo siento, Raina El caso es que ya no es recolectora. Cuando tus padres le dieron la espalda, el resto del gremio también. Tuvo que buscarse la vida y acabó donde suelen acabar los repudiados.
—En el gremio de curtidores siempre necesitan gente, allí te voy a mandar como no obedezcas, eso me decían mis padres.
Raina hacía tiempo que no le miraba, que sus ojos se dirigían al suelo y quiso aliviar un poco su pena.
—Tu sobrino se llama Naim. Tiene cuatro años.
Raina le miró y en sus ojos, entre la pena, vio un destello de alegría.
—Gracias.
—No hay de qué.
Después de aquello la charla se volvió torpe, ninguno se atrevió a afrontar el verdadero motivo de aquel encuentro: decidir si sería o no una despedida.
—Bueno… —dijo Oren cuando la incomodidad se apoderó de ellos.
—Bueno… —le acompañó su hermano menor.
Al final, cuando el silencio fue más pesado que las palabras que no se querían decir, fue Raina quien, de nuevo, no pudo evitar darle forma a sus pensamientos.
—No sé qué queréis hacer vosotros, pero yo creo que esta será la última vez que venga.
—¿Por qué? —preguntó Yosef, aunque en el fondo supiera la respuesta.
—Porque no tiene sentido. No puedo volver, entrar en mi antigua casa y saludar a mi familia como si nada y que ellos me acojan con los brazos abiertos. No han cambiado, me tratarán igual que a mi hermana o peor. Además, creo que tampoco quiero. Fui un poco ingenua con esto. Creí que cambiaría algo, pero en realidad solo lo hace más difícil para mí. Mi vida ya no está allí.
Oren y Yosef la miraban, entristeciéndose con cada palabra. La entendían y eso hacía más inevitable, más imposible, eludir por más tiempo que ellos quizá también deberían hacer lo mismo.
—Vosotros podéis volver sin mí, tranquilos —dijo Raina al ver sus caras—. Creo que Yosef ya puede seguir las marcas solo sin acabar en la otra punta.
A los tres se les escapó una risa con sabor amargo.
Todo había parecido un calco a la última vez. Los hermanos se permitieron otro ciclo lunar para pensar, para alargar la decisión un poco más. Se despidieron. Oren regresó a su pequeña cueva y Raina y Yosef hacia sus brillantes hogares. Los que volvían a la ciudad de luz se cambiaron de ropa y se acercaron al Kir Magan, pero cuando Yosef introdujo el código ningún umbral se abrió en él.
—¿Qué pasa? —preguntó Raina.
—No lo sé, a lo mejor lo he puesto mal.
Y lo volvió a intentar. Y el muro permaneció infranqueable.
—Mierda.
—Yosef, ¿qué narices pasa?
Yosef se alejó unos pasos, examinó el muro en todas direcciones, hacia arriba y a derecha e izquierda hasta donde le alcanzó la vista. Raina le observaba con el miedo agarrotado en la boca del estómago. Yosef miró a través del Kir Magan, buscando al otro lado las cámaras que él había manipulado.
—Siguen sin funcionar —dijo más para sí mismo que para su amiga de aventuras—. Menos mal.
—¿De qué hablas? —preguntó Raina siguiendo su mirada—. ¿De las cámaras?
—Tenemos que irnos de aquí. Antes de que consigan encenderlas y nos graben.
Yosef cogió a Raina de la mano y tiró de ella para alejarse de allí corriendo. Se refugiaron tras la primera hilera de pinos y esperaron.
—¿Qué vamos a hacer ahora?—preguntó a su compañero que no dejaba de mirar al frente como si se hubiera quedado congelado—. ¿Me estás escuchando? ¡Yosef!
—¡Cállate, Raina! —Al instante se arrepintió de ser tan brusco—. Lo siento. Por favor, dame unos minutos, necesito silencio para poder pensar.
Y los minutos pasaron. Y el sol ascendió. Ir Haorot despertó y ellos siguieron esperando.
—Yosef…
—Un momento. Tiene que haber alguna forma.
Raina no quiso decirle nada más. Le dejó más tiempo para que asimilara que estaban atrapados, que ya no había nada que hacer.
De pronto, Yosef se puso de pie, con la vista fija en la lejanía. Allí había un hombre caminando a lo largo del muro.
—Lo están supervisando…
—¿Qué?
Yosef se agachó, para mirar a Raina desde la misma altura.
—Escúchame.
—¿Qué vas a hacer?
—Mi trabajo.
—¿Qué?
Yosef tomó las manos de Raina, la mirada de ella se desvió hacia esas manos sosteniendo las suyas. Con aquel gesto tan poco habitual entendió lo que venía después.
—Me vas a dejar aquí, ¿verdad?
—No hay otra forma. De mí no sospecharán, pero de ti…
—¿Y qué se supone que voy a hacer yo?
Yosef rebuscó en su mochila, sacó su móvil y se lo entregó a ella.
—Cógelo, nos comunicaremos con él.
—Y cuando se le acabe la batería, ¿qué?
—Mantenlo apagado. Elegiremos una hora para comunicarnos, ¿vale?
Raina miró al teléfono que había en sus manos.
—Tendrá que ser de día —le dijo a Yosef sin apartar la vista de aquel aparato inútil en su antiguo mundo—. A mí me será más fácil acercarme al muro de día que a ti de noche. —Alzó la vista—. Porque tendré que acercarme al muro, ¿verdad?
—Sí, no creo que en Taht Alardi tengan cobertura.
Pretendía ser un chiste ingenioso, pero a ninguno les hizo gracia en realidad. Acordaron una hora cercana al atardecer.
—Será mejor que te vayas ya.
—Lo siento mucho, Raina.
—Lo sé.
—Encontraré la forma, ten paciencia.
Yosef se dispuso a levantarse y dirigirse hacia el Kir Magan, pero Raina lo detuvo.
—Espera. Dile a Laila que no se preocupe, que estaré bien.
—Claro.
—Y que volveré pronto.
Yosef asintió. Se despidieron con una sonrisa dulce que intentaba ocultar la preocupación y el miedo. Raina volvió a vestirse como un habitante de Taht Alardi y esperó todo el día hasta que volvió a anochecer. Tal vez buscara a Oren mientras cazaba, tal vez se colara por cualquier puerta para encontrarle dentro de la ciudad. Yosef aprovechó que su compañero de trabajo abría un umbral para cruzarlo con él mientras comentaban a qué podía deberse las anomalías que habían hecho necesario un reseteo del sistema y sus claves. Trabajó las horas que le correspondían intentando comportarse como siempre, como si no pasara nada, como si no hubiera dejado a una amiga atrás igual que hizo hace años con su hermano. No lo consiguió del todo.
Laila miraba a Yosef. Aquellos ojos fijos en él le decían más que un millón de palabras. Necesitaba alguien al que culpar y no había nadie más allí. Seguramente deseaba gritarle, descargar toda la frustración que sentía, pero era demasiado educada, demasiado honesta como para pagarlo con quien no debía.
—Lo siento, Laila —le dijo con sincero arrepentimiento—. Te prometo que lo arreglaré, encontraré la forma de hacerlo. No pararé hasta traerla de vuelta, confía en mí.
Laila salió de casa de Yosef sin despedirse, cerrando de golpe la puerta tras de sí. Caminó sin rumbo. ¿Cómo iba Yosef a conseguir que Raina regresara? ¿Cómo iba ella a tapar su ausencia el tiempo que le llevara lograrlo? Tarde o temprano aquello les explotaría en la cara y, cuando lo hiciera, las separaría para siempre. No volverían a verse jamás, a tocarse, a sentir el calor de la otra.
Acabó frente al Kir Magan con los ojos anegados y las lágrimas deslizándose, una tras otra, por las mejillas. Mirando hacia él se preguntó cuál era el verdadero motivo por el que habían acabado así: divididos por un muro alimentado de mentiras. ¿Cómo y por qué habían transformado la realidad hasta convertirla en aquello? ¿Dónde se había quedado lo que era cierto y en qué punto dejó de tener sentido? Ya nadie lo sabía porque estaba tan lejos en el tiempo que quedó sepultado bajo capas y capas de verdades fabricadas.
Los habitantes de ambas ciudades siempre habían sido distintos en casi todo salvo en una cosa: cómo veían al otro. Los otros llegaron aquí después. Nosotros estábamos antes. Los otros no se comportan como nosotros. Los otros son más oscuros. Los otros son más claros. Los otros no piensan igual. Los otros no viven igual.
Al principio ocupaban el mismo espacio, la misma tierra, pero la usaban de diferente forma. No creían en lo mismo. Entendían el mundo a su manera. Los otros no saben. Los otros están equivocados. Los otros cogen lo que no es suyo. Los otros creen que todo es suyo.
A las diferencias que eran evidentes fueron añadiéndole otras. Los otros son rudimentarios, no evolucionan. Los otros crean cosas diabólicas, construyen cosas diabólicas. Y acabaron retorciendo la verdad. La piel de los otros se quema bajo el sol. Los ojos de los otros se vuelven ciegos de noche. Y se fueron separando. Y llegó el aquí y el allí. No te mezcles con ellos, te volverás como ellos.
Evolucionaron a distintos ritmos, con distintas ideas. Preservar lo que eran cortando el paso a todo lo nuevo para no perder su esencia, para proteger la tradición. Expandirse y crecer para prosperar, para mejorar, para no quedarse anclados. Y ambas ideas debían imponerse a toda costa.
Para que Ir Haorot existiera, la ciudad primigenia necesitó progresar poco a poco, comer terreno. Y mientras ella avanzaba, obligaba a la otra a retroceder. Los otros aprovechaban la luz del día para trabajar, bajo el sol conquistaban un poquito más de tierra. Los otros esperaban a la noche, donde se sentían más cómodos, para derribar lo construido, para atacar cuando tenían ventaja, mientras los otros descansaban. Y todo empezó a ser cuando sale el sol o cuando se oculta.
Al amparo del día se destruía a los otros, se les expulsaba un poco más allá. Al refugio de la noche se saboteaba a los otros, sus modernos cacharros dejaban de funcionar, no eran nada sin ellos. Y para ponerse a salvo de la oscuridad, los otros se resguardaron tras edificios robustos, con puertas infranqueables, donde los otros nunca entrarían. Y para protegerse de la luz, los otros empezaron a ocultarse, fuera del alcance de los otros, donde los otros jamás habitarían. Los otros son monstruos. Los otros acabaran con nosotros. Lo mejor es olvidarlos. Lo mejor es ignorarlos. Y al aquí y al allá, al cuando sale el sol o cuando se oculta, se le unió el arriba y el abajo. Porque cuando ambas ciudades necesitaron crecer, lo hicieron de la única forma que las mantendría separadas, del único modo que evitaría traspasar el aquí y el allá, que mantendría el equilibrio cuando sale el sol o cuando se oculta. Ir Haorot tocaría el cielo, sería bañada por la luz. Taht Alardi se hundiría en la tierra, al abrigo de la oscuridad.
Así nació la mentira. La verdad que creció tras ella contó lo que hizo falta contar. El sol los mata. La oscuridad los devora. El día es para los otros. La noche es para los otros. Si no entramos en su mundo estaremos a salvo. Son una aberración. Están malditos.
Para crear otra verdad, primero había que demoler la antigua.
Laila regresó a casa de Yosef que la miró sorprendido en cuanto abrió la puerta. Entró sin darle ninguna explicación y él tardó en reaccionar, unos segundos de pasmo siguiéndola con la mirada hasta que se dio cuenta de que debía cerrar la puerta.
—¿Laila? —le preguntó con timidez mientras ella miraba por la ventana más allá de los edificios, mucho más allá.
—¿Cómo acabamos con el Kir Magan? —dijo Laila sin dejar de darle la espalda.
—¿Qué?
Laila se giró enfrentado su desconcierto con una expresión llena de decisión.
—Vamos a destruirlo, Yosef, destruirlo por completo. Es la única forma.
Laila sigue siendo la heroína de esta historia 😀
Me alegra saber que Raina está bien, aunque parece que la historia se le complica… También ha estado bien tener noticias de Kamra de nuevo (¡pobrecita!), ya no me acordaba ni de su nombre, pero esperaba que volviera a salir.
Kate, tienes muy buen ojo con Laila. 😛
A mí me alegra ver que sigues leyendo y comentando, jajaja.
La verdad es que la historia se complica en muchos sentidos, sobre todo en el de cómo voy a resolver esto. Sudando estoy, Kate, y no tengo suficiente chocolate. ¡Socorro!
«¿Y ahora cómo demonios saco a mi personaje de esta movida en la que se acaba de meter de patitas?» No me resulta nada familiar…
Nada de nada, ¿verdad? Jajaja.