De relatos: La maldición. Parte diecinueve: Concubio.

 

Fotografía: Ester Valverde

Como un virus. Así sería la revolución. Como un organismo microscópico que penetra sin ser visto y que infecta una por una las células del cuerpo. Las trasforma, las cambia y dejan de hacer su cometido. Replicarán el ADN del nuevo huésped extendiendo la enfermedad. Un virus silencioso y en estado latente hasta que llegue el momento de explotar, para que, así, cuando las defensas activen la alerta, ya sea demasiado tarde.

—Perdona que te lo diga —le comentó Oren a Raina—, pero tu novia está mal de la cabeza.

—No sé por qué lo dices, ni que hubiera sugerido que les abriéramos los ojos a los humildes ciudadanos de Taht Alardi.

—Nah.

—Que entre la luz, Oren, que entre la luz.

—Me alegra saber que al menos uno de los dos se lo toma con humor.

Raina le contestó con un universal gesto de resignación: encogerse de hombros. Y él, que empezaba a sentirse así, suspiró.

—Será mejor que durmamos un poco. No se puede “acabar con todo” sin descansar como se debe.

Raina miró a su alrededor. En el rincón personal al que Oren llamaba casa, no había mucho espacio para dos.

—Podemos compartir la cama, si te parece bien.

—Si te lo parece a ti.

Oren sonrió y con un caballeroso gesto le indicó cuál sería su lugar para dormir.

—Muchas gracias —le respondió Raina con una reverencia antes de acomodarse en su mitad de la cama.

Como un programa oculto en una memoria virtual. Líneas de un código malicioso esperando a activarse. Un gusano informático que fagocitará todo a su paso. Destruyendo información. Afectando al funcionamiento de todo el sistema para que acabe haciendo lo contrario de lo que debería hacer.

—Laila, es tarde —dijo Yosef—, vete a descansar. Deja que te releve.

—No, estoy bien, gracias.

Yosef cogió una silla y se sentó cerca de Laila.

—Anda, duerme —dijo Laila—, tú mañana tienes que ir a trabajar.

—Diez minutos —le comentó Yosef mirando a la pantalla de su portátil—. ¿Qué estás buscando ahora?

—No sé. Estaba dándole vueltas a lo que me dijiste.

—¿A qué parte?

—A la de cómo funciona el Kir Magan.

—¿Y?

—Me ha hecho pensar en una especie de ser vivo —Yosef la miró intrigado—.  Como un organismo sintético.

—No te entiendo.

—Imagina un montón de moléculas uniéndose, creando cadenas más complejas, replicándose…

—Vale —le dijo Yosef sin mucho entusiasmo.

—Tú has dicho que si algo dañara el muro.

—Cosa bastante improbable.

—Que sí, pero vamos a suponerlo.

—De acuerdo.

Yosef se reclinó en la silla, como si ponerse algo más cómodo le sirviera para concentrar mejor su atención en la disertación de Laila.

—Si algo dañara el muro, se repararía.

—Ajá.

—Igual que nuestra piel cuando nos hacemos una herida.

—Sí, algo así.

—¿Ves? Como si estuviera vivo. Una forma de vida artificial.

Yosef seguía mirándola como aquel que observa a una demente diciendo locuras, pero no quiere ofenderla. Tal vez más como a alguien que dice cosas sin sentido a altas horas de la noche. Intentaba seguir su razonamiento mientras parte de su mente quería que se fuesen a dormir.

—¿Alguna vez te contó Raina qué había estudiado?

—Eh… Creo que sí, cuando se hizo pasar por mi amiga virtual.

—Nos conocimos en la universidad. Compartimos carrera, aunque no especialidad. Yo me decanté por Biomedicina, quería regenerar órganos, crearlos por completo… Raina fue por Farmacología para fabricar medicinas inteligentes capaces de activarse en un determinado momento y actuar en un lugar concreto.

—Lo siento, pero me he perdido otra vez.

Laila le indicó que se fijara de nuevo en su portátil. En el documento que ocupaba toda la pantalla.

—Biología sintética, Yosef. Eso es el Kir Magan.

—Es más que eso, Laila.

—Si puede curarse, puede enfermar.

—¿Le vas a contagiar la gripe?

Laila golpeó su hombro con el dorso de la mano. No era momento de hacer bromitas.

—Si ya lo he entendido. Estás rebuscando en tus apuntes la manera de conseguir que la cima de nuestra tecnología se desmorone con un resfriado artificial.

—Al menos es una idea. Tú solo te dedicas a engullir comida basura.

—Me ayuda a pensar.

—Pues entonces no te estás atiborrando lo suficiente.

El comentario le hizo más daño que el manotazo anterior. Laila no le conocía lo bastante, pero aquella expresión de niño perdido que se autoculpaba le bastó para saber que acababa de tocar zona sensible.

—Perdona, tenías razón, necesito descansar.

A veces, donde no llega la mente consciente lo hace esa otra, la que está latente en la vigilia y toma el control cuando cierras los ojos y te sumerges en sus dominios.

—Raina…

Un lugar con sus propias reglas y su lógica.

—Raina…

—¿Qué pasa?

—Tengo que irme a cazar.

Raina se incorporó en la cama aún medio dormida.

—Tranquila, solo quería avisarte para que no te asustaras si no me veías.

—Ah, vale.

Raina se deslizó de nuevo bajo las sábanas con los ojos cerrados y medio segundo después ya había regresado al mundo de los sueños. A Oren le dio la risa. Menuda capacidad para quedarse dormida.

No fue una buena noche de caza para Oren y tuvo que aguantar las miradas reprobatorias, las sonrisitas y los cuchicheos de los demás cuando entregó las piezas, pocas y sin la suficiente sustancia. Intentó acallar al orgullo herido diciéndose que qué importaba. En unos días, con toda probabilidad, sería peor, cuando el gran plan aún por definir les estallara.

—Seguro que me destierran —se dijo a sí mismo mientras se disponía a regresar a su casa—. Construiré una cabañita, una para cuatro, no creo que sea muy difícil.

Al salir del almacén del gremio se topó con Tarêq. Iba acompañado de otros mercaderes de su gremio, el de tuneladores, y del de cazadores. Estarían negociando a cuántas piezas de carne equivaldría el kilo de minerales o cosas menos tangibles, como la devolución de favores que conseguían, por ejemplo, que él hubiese llegado a cazador. Le saludó con un tímido “hola”. Tarêq le miró un segundo sin detener su camino.

Oren observó a Tarêq entrar en el almacén y quedarse con los demás en un rincón cercano al mostrador, donde dejaban la caza para que fuera registrada. Se había ganado su indiferencia, era así, porque le había pagado con silencio y una actitud esquiva, hasta huraña, su sincera preocupación. Se merecía una explicación y una disculpa. Y no tenía tiempo si quería darle al menos una de las dos.

—Perdona, Tarêq —le dijo y este se volvió hacia él confuso—, ¿podría hablar contigo un momento?

—Lo siento, pero ahora no puedo.

Tarêq le dio la espalda y él puso una mano en su hombro para recuperar su atención. Tarêq se giró, esta vez visiblemente enfadado, y solo le hizo falta mirar al contacto no deseado para que Oren retirara su mano.

—Cinco minutos, nada más. Por favor.

—No.

—De acuerdo. Siento haberte molestado.

La mente necesitaba ese lugar, donde la lógica cambia sus patrones y el pensamiento corre libre. Donde todo se acepta sin juzgar y el arriba se vuelve abajo.

Laila estaba en la calle. No recordaba cómo había llegado allí. La luz era diferente, como si estuviera pasando por un filtro que añadía a todo una especie de halo. Caminó. Despacio. A cámara lenta. Era muy extraño. Aunque no era capaz de ir más aprisa, se sentía ligera, como si fuese capaz de flotar. No estaba sola. Era como una tarde cualquiera con personas caminando o en sus vehículos, saliendo del trabajo o entrando en las tiendas. Bueno, lo sería si no le pareciera estar viendo una película ralentizada. Se detuvo y los observó. Sus conversaciones le llegaban como un eco lejano, sonidos apagados que se entremezclaban. Etéreo, todo era etéreo.

Yosef miraba al muro. Hacía frío y él estaba en pijama. ¿Por qué estaba en pijama? El cielo era gris y la ciudad estaba teñida de ese gris azulado. Se abrazó y se frotó el cuerpo. Demasiado frío para ir así vestido. Miró a sus pies. Además estaba descalzo. Y para empeorarlo todo, comenzó a nevar.

Laila siguió observando a la gente. Por alguna razón sabía que eso era lo que debía hacer. Mirarles; ver. Rebuscaron en sus bolsos y bolsillos. Sacaron sus móviles.

Yosef se estaba congelando. Todo se estaba congelando. Le castañeaban los dientes. Le temblaba el cuerpo. El suelo bajo sus pies se volvía blanco poco a poco. Una fina capa de hielo lo iba cubriendo. Y la escarcha, como si fuera un ente inteligente, avanzó hacia el Kir Magan.

Líneas blancas, como trazos digitales dibujados en una tableta gráfica, surgieron de los móviles dirigiéndose hacia arriba. Y allí, sobre sus cabezas, se unían. En los puntos de conexión surgían hexágonos, como si fueran estaciones de descanso en una autopista. De las figuras geométricas salieron más líneas que acabaron en otros hexágonos uniéndolos entre sí, formando una red sobre toda la ciudad, una cúpula de datos que iban de un lugar a otro.

La pátina helada invadía el Kir Magan, volviéndolo opaco.

Laila se dio cuenta de que en una mano también tenía un móvil. En su pantalla negra destacaba un botón verde circular. Solo tenía que pulsarlo.

Yosef se acercó despacio al muro. Ya no sentía el frío ni los finos copos de nieve derretirse al contacto de su piel. Deseaba tocarlo.

Al igual que Laila, todos miraban sus teléfonos como hipnotizados. Todos acercaron el dedo índice a la pantalla. El botón verde se volvió rojo. Y ese mismo rojo se fue extendiendo por las líneas blancas, por las conexiones digitales. Al llegar a los hexágonos les cambiaron el color. El cielo se volvió rojizo. Y las puertas y las persianas de todos los edificios se cerraron cuando aún era de día y nadie se había resguardado.

Un golpecito, con el dedo índice, para comprobar que el muro se había vuelto sólido. Un par más. Tac. Tac. Y el Kir Magan comenzó a resquebrajarse como si fuese de cristal.

Laila y Yosef se despertaron a la vez con el sobresalto de quien ha resuelto una parte importante de un gran problema. Yosef salió de la cama directo hacia el salón. Ambos se miraron.

—Tenías razón —dijo Yosef.

—Todos estamos conectados.

—¿Qué?

Algunas veces, cuando regresamos del mundo onírico, nos cuesta traernos parte de lo que hemos vivido allí. Raina intentaba recordarlo. Era una idea de la que solo conservaba una imagen borrosa. Sentía que era algo importante, que debía rescatarla del subconsciente como fuera.

—¿No quieres cenar algo? —le preguntó Oren.

—¿Eh?

—Que si tienes hambre.

—No, no, llevo picando todo el tiempo que has estado fuera desde que me he despertado.

—Lo que quiere decir que tampoco tienes sueño, ¿verdad?

Raina puso cada de arrepentimiento. No había podido evitarlo, recuperar en un día lo que llevaba casi tres sin dormir decentemente. Su cuerpo seguía el horario de la superficie y le estaba costando mucho encajar en la penumbra del subsuelo. Totalmente desorientado, así estaba su ciclo de sueño, sin saber si era de día o de noche.

—Yo voy a comer algo y me iré a descansar.

—¿Estás bien?

—Sí…

—¿Qué ha pasado?

Oren se sirvió un poco de carne adobada y setas en conserva en un plato de barro.

—Me he encontrado con Tarêq —le contestó mientras se sentaba frente a ella en la mesa.

—Y no ha ido muy bien.

—No mucho.

—Lo siento.

—Gracias. Me lo esperaba, yo tampoco habría querido hablar conmigo si estuviera en su lugar —Raina le observaba comer, mezclar los hongos con la carne, recordando que sus padres hacían lo mismo—. ¿Seguro que no quieres un poco?

—Sí, sí, tranquilo.

—¿Sabes? Ni siquiera quiero que me perdone ni nada de eso. Solo ser honesto con él; hasta donde puedo serlo sin que le entren ganas de encerrarme. Necesito…—Pinchó con el tenedor un poco de carne, pero el bocado se detuvo a medio camino—. No se merece cómo me he portado con él y no quiero que piense que solo me acerqué por interés, que le utilicé. Y que lo que pasó entre nosotros era mentira.  

—Ya. Tal vez otro día… o noche.

—Sí, tal vez…

Llamaron a la puerta. Raina y Oren se miraron extrañados. ¿Quién iría a casa de nadie a esas horas? Volvieron a insistir.

—Abre, soy yo.

—Tarêq… Mierda.

—Dile que soy tu prima.

—Ja. Ja.

—No te preocupes, me escondo escaleras arriba.

Raina hubiera preferido salir al exterior y no escuchar su conversación, pero ya era demasiado tarde para bajar y coger la llave de la puerta. Reproches de un lado frente a intentos vagos de explicaciones. Qué difícil le resultaría a Oren hacerse entender usando una verdad a medias que iba construyendo a medida que avanzaba la discusión. Si pudiese decirle lo que realmente pasaba sin temer por las consecuencias. Si pudiese…

Qué curiosa era la mente. Las relaciones que podía hacer hasta llegar a una conclusión. Cómo era capaz de recomponer un pensamiento usando partes aparentemente inconexas de información. Raina escuchaba a Tarêq y la imagen borrosa de un sueño se convirtió en la de un hombre rubio, casi albino, bien trajeado, que se volvía luminoso. Ese hombre tocaba a otro. Y ese otro a una mujer. Y ella a varias personas más. Y estas a más todavía. Tras cada contacto más habitantes irradiando una nueva verdad solo visible para quienes eran como ellos. Contagiándose unos a otros.

Raina llevaba el móvil de Yosef consigo. Lo encendió y bajó las escaleras. Tarêq estaba a punto de irse, no quería oír más excusas y mentiras, estaba harto. Tenía la mano en el pomo de la puerta y Oren le impedía abrir.

—Apártate, Oren. Ya.

—No, por favor, yo…

—Cállate de una vez.

—Eh, Tarêq —dijo Raina alzando el móvil, apuntándole con la cámara—. Sonríe.

—Pero, ¿qué haces? —le gritó Oren demasiado tarde, el flash deslumbró a un desconcertado Tarêq.

Como un virus. Así sería la revolución.

 

 

Continuar a «Parte veinte: Ocaso»

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. katelynnon dice:

    Virus, ¿eh? No sé por qué me resulta familiar…
    No he entendido muy bien el final con la cámara del móvil, pero intuyo que planean usar los conocimientos informáticos de Yosef y los de ingeniería y medicina de las chicas para causar algún tipo de fallo en el muro. Por ahora, solo estamos en la antesala, viendo cómo se les van ocurriendo las ideas…

    1. Lo de la foto… Espero aclarártelo en la siguiente entrega y que no te decepcione.😬 Estoy entrando en la fase del pánico escritoril. Cuando empiezas a resolver todo y te entran las dudas del tipo: «Esto es una estupidez, seguro. ¡Socorro!». Aunque ya es demasiado tarde para echarse atrás. Así que de perdida al río. ¿Quién dijo miedo?
      Gracias por mantenerte en la lectura y por comentar. 😘

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