De relatos: La maldición. Epílogo: Plenilunio.

Imagen de Okan Caliskan en Pixabay

Dalit miraba nerviosa a un lado y a otro del andén. Observaba a las pocas personas que había allí, esperando que alguna de ellas fuera su contacto. Ofir y Eran solo la miraban a ella. Tenían miedo y habían depositado toda su fe en ella, su ancla a la que aferrarse, su brújula para guiarles, pero Dalit sabía lo mismo que ellos: una hora y un lugar.

—¿Y si nos han engañado? —preguntó Ofir en voz baja—. ¿Y si aparece el SAT y nos arrestan?

—¿Y de qué nos iba a acusar? —le contestó Dalit—. ¿De esperar al metro?

—Pueden habernos delatado —continuó Ofir—. Y esto ser una trampa. Y…

—El metro, chicos —interrumpió Eran—. Está a punto de llegar, ¿qué hacemos? ¿Subimos?

—No dijo nada de que subiéramos… —indicó Dalit empezando a dudar.

—Si seguimos aquí cuando se vaya, entonces ya no tendremos excusa —Volvió a la carga Ofir con sus temores—. Nos cogerán.

—¡Cállate, Ofir! —le ordenó Dalit entre dientes para no llamar la atención de los demás—. Te van a oír.

—Tú dijiste…

—Haz lo que quieras, yo no te he obligado a venir aquí. Sube al metro o no, pero a mí no me marees.

El característico sonido del metro llegando a la estación desvió su atención. El resto de transeúntes se fueron colocando cerca de la línea amarilla que delimitaba la zona segura, dispuestos a entrar en cuanto su transporte se detuviera y abriera sus puertas. Dalit, Ofir y Eran permanecieron quietos, observando a los demás, debatiéndose en su interior entre huir, subiéndose al vagón que tenían en frente y olvidar lo que habían ido a hacer allí, o esperar y rezar porque el contacto fuera quien había asegurado que era y no las fuerzas antiterroristas del gobierno lanzándoles un azuelo para ingenuos como ellos.

Las puertas se abrieron. Los demás entraron con calma en los vagones. Y un mensaje vibró en el móvil antiguo que Dalit había conseguido en un mercadillo. Se apresuró a leerlo.

“Cuando la luces parpadeen, entrad en el túnel. Manteneos pegados a la pared mientras el metro se va. Y hacedlo rápido. Solo tenéis unos segundos”

 

***

 

Salma, Warda, Aziz y Mariam caminaban en fila de a dos por un túnel que parecía no tener fin. Salma y Aziz iban primero. Aziz iluminaba el trayecto con un farol de mano mientras Salma miraba la pantalla del objeto cuadrado que Rami les había dado para guiarse. En él veía a pequeña escala la red de túneles por la que se movían, un triángulo amarillo que marcaba su posición y una línea azul que indicaba el camino a seguir. Rami formaba parte de lo que ellos conocían como resistencia. Un infiltrado de la ciudad exterior a la que ellos deseaban llegar. Su esperanza de vivir en un lugar mejor. Nadie en Taht Alardi sabía cómo contactar con ellos, siempre sucedía al revés, parecía que tuvieran un radar para detectar a los disidentes en potencia, a los desencantados.

—¿Seguro que entiendes cómo funciona eso? —le preguntó Warda a Salma.

—Creo que sí, solo tengo que fijarme en la línea azul e ir por donde indica.

—Eso espero, porque como nos hayamos perdido en este laberinto de túneles…

—Ten un poco de fe —le dijo Aziz—. Seguro que ya falta poco. Rami dijo que el camino era largo, pero que tuviéramos paciencia.

Continuaron en silencio. Salma concentrada en el ingenioso mapa electrónico, el resto en seguirla a ella.

—Creo que ya estamos llegando —les dijo al ver que la línea azul llegaba a su fin.

Apuró el paso para aproximarse antes a ese final de trayecto. El túnel giraba ligeramente a la derecha y después de ese recodo encontraron una pared con unas escaleras verticales ancladas en ella.

—Toca subir —dijo Salma mirando hacia arriba.

Primero ascendió Aziz portando el farol, le siguió Mariam que había permanecido todo el camino callada. Warda fue la tercera y Salma la última. Al salir al exterior, la luz les cegó. Dolía. Apretaron los parpados y se llevaron las manos a los ojos.

—Maldita sea —se quejó Aziz.

—No teníamos que haberte hecho caso —le recriminó Warda a Salma.

Se movieron torpes por la tierra, extendiendo los brazos buscando algo en lo que apoyarse, o palpando el suelo para encontrar de nuevo la puerta por la que habían salido y regresar a la penumbra de su mundo.

—¿Nadie os dijo que os pusierais las gafas antes de salir?

Una voz femenina les paralizó a los tres, no podían ver quién les hablaba, casi ni sabían de dónde venía. Salma notó cómo hurgaban en los bolsillos de su abrigo y sacaban algo.

—Tranquila, no voy a hacerte daño. Solo voy a colocarte esto en los ojos, ¿de acuerdo?

Salma asintió. La mujer con suma delicadeza hizo lo que le había dicho. Se palpó la cara y comprobó cómo aquella cosa llamada gafas le cubría los ojos por completo, parecía que se habían pegado alrededor de ellos.

—Ya puedes mirar —le dijo la mujer.

Tenía los ojos verdes, pero de un verde que ella no había visto nunca, más oscuro tal vez, más enérgico, y la piel morena. Llevaba el pelo trenzado y su color también le resultó extraño. La mujer sonrió al ver su expresión de desconcierto. Salma la observó mientras se acercaba a sus amigos para ayudarles a cubrir sus ojos y así poder contemplar cómo era de verdad el exterior.

—Me llamo Zaira —les dijo mientras ellos permanecían sentados en el suelo mirando hacia todos lados sobrecogidos por las formas y los colores—. Yo os llevaré al transporte.

—¿Transporte? —preguntó Salma.

—Sí, os lo explicaré todo de camino. Andando.

 

***

 

Dalit, Ofir y Eran seguía a Ben con pasos prudentes. Los tres se mantenían juntos, demasiado para caminar con comodidad, pero no podían evitarlo, resguardarse los unos junto a los otros mientras avanzaban tras un hombre que apenas les había dirigido la palabra salvo para darles indicaciones. Caminaban pegados porque no podían evitar temer a la oscuridad que les rodeaba. Lo primero que hizo Ben al encontrarles en el túnel del metro fue cachearles, lo segundo, darles unas linternas y comenzar a caminar. Ben les llevó por el subsuelo de Ir Haorot, al principio por la red del metro, pero pronto se desvió hacia una parte que llevaba años cortada y cuyas luces ya no funcionaban. Ben ser rio de ellos al verlos parados sin atreverse a entrar. Y les hizo una demostración práctica de que en la oscuridad no pasaba nada: se colocó tras ellos y les empujó a traición.

Cuando la zona abandonada llego a su fin, Ben abrió una puerta de metal tan pesada que tuvieron que ayudarle a moverla. Tras ella, un túnel mucho más oscuro que los demás, más estrecho y cuyo suelo les daba la impresión de que ascendía a medida que avanzaban por él y que estaba embarrado la mayor parte del tiempo. Ese último trayecto fue el que les resultó más largo. Así que, cuando llegaron al final, no acabaron de creérselo. Ben golpeó con la parte trasera de su linterna otra puerta de metal, lo hizo siguiendo una cadencia rítmica.

—Suerte chicos —les dijo y se fue.

—Gracias… —quiso decirle Dalit, pero ya no pudo verle, la luz de la linterna solo mostraba el túnel por el que habían venido.

Oyeron el sonido del mecanismo de apertura de la puerta, el chirrido al abrirse. Y la luz del exterior lo inundó todo. Se taparon los ojos con las manos a modo de visera, demasiado tiempo en la oscuridad.

—Vamos, chicos, salid.

Se llamaba Ismael y les recibió con una sonrisa amplia y cálida, al contrario que había hecho Ben. Se quedaron quietos, mirándole como bobos porque era muy distinto a cualquier persona que hubieran conocido.

—Estas manchas que cubren mi cara se llaman pecas —les dijo señalándolas con el dedo mientras se aguantaba la risa—. Mis ojos son del color de la miel que, por cierto, está riquísima, ya la probaréis. Y estos rizos minúsculos de mi cabeza, algunos dicen que son cobrizos y otros simplemente castaños.

Les indicó que le siguiera con un gesto de la mano y, mientras andaban a través de un bosque plagado de árboles, les contó que a una media hora estaba su transporte. Un tranvía, así lo había llamado, que se movía por vías parecidas a las de su metro, pero que en vez de hacerlo bajo el suelo, lo hacía en la superficie.

—¿Y cómo lo hace? —le preguntó Dalit.

—Energía solar —le contestó él señalando al cielo.

Ismael les ofreció agua. Era una persona alegre, con la sonrisa permanente en la mirada, como un jovial quinceañero, aunque probablemente le doblase la edad con creces a uno. Su forma de andar era curiosa, parecía que lo hacía de puntillas, dando pequeños botes a cada paso, y siempre con las manos en los bolsillos de sus pantalones. Solo las sacaba para señalarles a los animales que habitaban el bosque o a las diferentes plantas para decirles cuál era su nombre. El resto del tiempo silbaba.

Alcanzaron un pequeño claro en cuyo centro estaba el tranvía del que Ismael les había hablado. Desde el extremo opuesto divisaron a otro grupo de personas que también se acercaban al transporte. Ismael les saludó con la mano y la mujer que encabezaba la otra expedición le devolvió el gesto.

—¿Quiénes son? —le preguntó Dalit.

—Vuestros compañeros de viaje —Dalit lo miró sin comprender—. Vienen de Taht Alardi, ya sabéis, la ciudad subterránea, la que nunca ve el sol.

—Creía que estaríamos solo nosotros.

—¿Y por qué?

Dalit no supo qué contestarle a eso. No había ninguna razón para pensar ni una cosa ni tampoco la contraria. Lo único que habían sabido era que si querían salir, ellos les ayudarían. Ninguna explicación sobre quiénes eran exactamente y cómo les sacarían de allí. El trayecto había sido una sorpresa tras otra, una constante puesta a prueba de sus deseos y su fe. Aquello no sería diferente.

Ismael y Zaira se abrazaron con efusividad. Ella era un poco más alta que él.

—Bueno, ya vale —dijo Zaira en tono de broma—. Ni que no me hubieras visto hace una hora.

—Pero siempre es una alegría verte, compi.

—Ya, ya, eso se lo dirás a todas.

—Solo si es verdad.

A ambos les dio la risa, estaba claro que su complicidad se había forjado durante años.

—Vaya —dijo Ismael al mirar a Salma, Aziz, Warda y Mariam—, esta vez ganas tú, yo solo traigo a tres.

Los cuatro habitantes de Taht Alardi miraban con recelo y temor a los tres de Ir Haorot y viceversa. Ambos sabían de la existencia de la otra ciudad, pero los datos que conocían, los que les habían enseñado, eran terribles.

—Idos acostumbrado.

La voz de Zaira les sacó de su mutuo escrutinio. Ella les sonreía divertida.

—Donde vamos hay mucha gente diferente —continuó Zaira—. Y ahora, todo el mundo arriba.

Ismael pulsó un botón y las puertas del tranvía se abrieron automáticamente. A los que venían de la ciudad de luz les resultó de lo más normal y subieron sin más, en cambio, los de la subterránea se quedaron mirando a aquella caja gigante y rectangular como si fuera a comerles para siempre.

—Venga, chicos —les animó Zaira—. No os pasará nada, es muy seguro.

Salma tomó aire y fue la primera en entrar. Los demás, al verla, la siguieron aunque con reticencias. Una vez todos subieron al tranvía, las puertas se cerraron.

—Bienvenidos —dijo Ismael desde la parte frontal—. Por favor, tomad asiento. Poneros cómodos. El viaje durará unas dos horas. Bajo los asientos tenéis unas mochilas con comida, agua y alguna sorpresa que esperamos os guste.

Todos buscaron las mochilas y curiosearon su interior. Algunos se decidieron a probar los bocadillos que contenían y otros optaron por los refrescos. Ismael puso en marcha el tranvía. Un leve tirón tambaleo a los pasajeros que se habían sentado de forma que quedara claro de dónde venía cada uno. Cuatro en un lado y tres en otro. Ir Haorot frente a Taht Alardi.

—¿Qué tal las baterías? —le pregunto Zaira a Ismael sentándose a su lado.

—A media carga —le informó él frente a los mandos del tranvía—, suficiente.

Zaira miró a sus siete pasajeros.

—Cada vez son más jóvenes, ¿no crees? —le dijo a Ismael.

—No sé —le contestó Ismael—, a mí me parece que va por temporadas.

—Cuántos años crees que tienen. ¿Dieciocho? ¿Veinte?

—Si llegan.

—Cuando vienen solos siempre pienso en sus padres y madres. En cómo se sentirán cuando se den cuenta de que se han ido y que no volverán a verles.

—Bueno, a veces, algunos de esos padres o madres aparece en el siguiente viaje.

—Sí, tú lo has dicho, algunos.

La tarde comenzaba a mostrar sus últimos minutos. Los pasajeros de aquel viaje solo de ida comían y refrescaban la garganta en silencio. Hasta que un feliz descubrimiento rompió la inercia.

—¡Ostras! —gritó Ofir—. ¡Chocolate!

Sus amigos se rieron de él, pero en seguida buscaron el dulce postre. Sus acompañantes, aquellos venidos de Taht Alardi, les miraban sin entender a qué se referían.

—¿Chocolate? —se atrevió a preguntarles Salma.

—¿No sabéis lo que es? —dijo Eran alucinando como nunca en su vida.

Salma, Aziz, Warda y Mariam negaron con la cabeza.

—Pues eso hay que solucionarlo ya.

Eran partió en varios trozos su chocolate y se lo ofreció. Ellos dudaron, pero al final aceptaron. Mariam fue la primera en llevárselo a la boca. En cuanto sus papilas degustaron aquel postre extraño, miró a sus amigos con los ojos como platos.

—¿Qué? —le preguntó Aziz asustado— ¿Qué te pasa?

—Está… —dijo con dificultad, intentando que el chocolate no se le escurriese de la boca— delicioso.

—¿En serio? —preguntó Warda mirando al chocolate sin disimular la cara de asco.

Mariam asintió con vehemencia y animó a los demás con gestos a que también lo probaran. Salma se encogió de hombros y se lo llevó a la boca. Medio segundo después ponía la misma cara que su amiga.

—Vaya…

A Mariam y Salma les dio la risa. Aziz fue el siguiente que mordió su parte de chocolate.

—Por mi madre, Warda, tienes que probarlo.

Los tres que habían conocido un nuevo sabor, obligaron entre risas a la cuarta a comerse el chocolate. Warda sucumbió ante su insistencia.

—¿Qué? —le preguntó Aziz.

Todos la miraban expectantes.

—Bueno, no está mal.

Sus amigos le reprocharon su juicio que no compartían en absoluto.

—No le hagáis ni caso —les dijo Aziz a los viajantes de la ciudad de luz—. Es así de gruñona con todo. —Warda le dio un puñetazo en el hombro—. ¿Lo veis?

—Eh, mirad. —Mariam llamó su atención. Les mostraba un pequeño pastel envuelto en papel—. Kanafeh.

Los de Taht Alardi rebuscaron entusiasmados en el fondo de sus mochilas. Y rieron al encontrar el mismo postre. Se dieron cuenta de que Dalit, Ofir y Eran observaban lo que tenían en las manos con curiosidad. Así que, Salma, Aziz y Mariam hicieron lo mismo que Eran minutos antes y les ofrecieron el pastel típico de su ciudad.

La noche les alcanzó a mitad de camino. Ofir y Eran, acostumbrados a dormir cuando el sol se iba, apenas aguantaron con los ojos abiertos el espectáculo del anochecer. Solo Dalit siguió despierta. En el otro bando, el que solía vivir de noche, tres de ellos sucumbieron al cansancio porque apenas habían dormido en todo el día. Excepto Salma que no quería perderse nada de la primera noche que pasaría en el exterior.

Dalit y Salma se observaban con curiosidad y precaución, desviando la mirada cuando sus ojos coincidían. A Dalit le llamaba la atención el pelo blanco y largo de Salma y sus ojos de un azul claro difícil de describir. A Salma en cambio que Dalit llevara el cabello más corto del lado izquierdo que del derecho y las uñas pintadas de negro, a juego con sus ojos. Cuando sus miradas se encontraron por enésima vez, no pudieron evitar sonreír al darse cuenta de que ambas hacían lo mismo.

Los ojos de Dalit de pronto dirigieron su atención hacia más allá de la ventanilla que Salma tenía a su espalda, hacia el cielo oscuro, atraídos por la reina de la noche que se mostraba en plenitud. Salma siguió la dirección de su mirada y se topó con la luna, enorme y redonda, brillando poderosa. Ninguna de las dos la había visto nunca y cuando Dalit se dio cuenta de que también compartían aquella primera vez, dejó de sentirse tan ajena a Salma y se atrevió a ir hacia ella y sentarse a su lado.

—Es increíble, ¿verdad? —le dijo—. Qué bonita.

—Sí —le respondió con timidez Salma.

—Tú tampoco la habías visto nunca, ¿verdad?

—No, los artesanos no subimos a la superficie.

—¿Artesanos?

La familia de Salma trabajaba la madera, pero en Taht Alardi los materiales solo se podían usar para cosas prácticas como mesas, sillas o puertas, pocos alardes artísticos se permitían.

—Oí que donde vamos te enseñan diferentes formas de tallar no solo la madera, sino también la piedra —contaba Salma con el entusiasmo desbordando cada palabra—. En mi casa tenía que hacerlo a escondidas y con restos.

Salma buscó en uno de los bolsillos de su abrigo y le mostró a Dalit una pequeña figura de un hombre trabajando esculpida en un trozo de madera.

—Es mi padre —le dijo observando su obra de arte en miniatura—. Aunque no te creas que se le parece mucho.

A Dalit ese comentario le hizo reír y su sonrisa contagió a Salma.

—¿Así que quieres ser escultora? —preguntó Dalit.

—¿Escultora? —Salma sopesó esa palabra. Dalit asintió—. Me gusta como suena.

Y volvieron a compartir una sonrisa amplia.

—En mi ciudad —dijo Dalit— hay esculturas en las plazas y en los museos, seguro que te encantaría verlas.

—¿Tenéis escultoras? —preguntó Salma como si aquello fuera lo más fantástico que nadie le hubiera contado.

—Sí. Y una escuela enorme donde aprender no solo a esculpir, también a pintar, crear música…

—Vaya… ¿Y por qué te has querido ir?

Que Salma se lo preguntara así, con aquella inocencia y tan sorprendida, hizo que a Dalit le diera la risa. Cómo sería el mundo de Salma para que le resultara tan incompresible que ella huyera del suyo teniendo una maravillosa Escuela de Bellas Artes. La expresión de Salma cambió al ver que su comentario le hacía gracia.

—Perdona, no me reía de ti. Verás… —Dalit tomó aire—. Después de lo que ocurrió hace años, La Invasión.

—¿Invasión? ¿Te refieres a La Rebelión?

—¿Rebelión? Sí, supongo que vosotros lo llamáis así.

—Perdona, te he interrumpido, continúa.

—No pasa nada —Dalit se tomó un par de segundos para retomar su relato—. Pues después de La Invasión, o La Rebelión, las cosas en mi ciudad fueron un caos durante años. Algo horrible según nos enseñan desde que ponemos un pie en la escuela, pero vete a saber porque todo pasó mucho antes de que yo naciera. Y por eso, yo he crecido en un lugar hipercontrolador.

Salma la miraba sin entender a qué se refería.

—Nuestros… —Dalit se detuvo para intentar buscar una palabra que no le resultara demasiado ajena—, digamos jefes, los que dicen cómo se hacen las cosas,  siempre están vigilando dónde estás y qué haces. Con quién hablas y de qué. Y si no les gusta lo que dices o haces pues te encierran.

—¿Y cómo van a poder hacer eso? ¿Tienen ojos y oídos en todas partes?

—Algo así.

—Entiendo, en mi ciudad, los que no somos maestros, tenemos prohibido hablar de La Rebelión. —Salma esbozó una leve sonrisa que le dio un aire de niña traviesa—. Aunque tenemos lugares donde hacerlo sin que nos oigan.

A las dos les dio la risa. Tuvieron que contenerla para no despertar a los demás. Y volvieron a mirar por la ventanilla para admirar otra vez a la luna.

—Ojalá allí sea todo mejor de verdad —dijo Dalit sin apartar la vista del cielo.

—Lo será, estoy segura.

El tranvía siguió su camino, alejándolas más y más de lo que habían sido, acercándolas a lo que serían. Taht Alardi e Ir Haorot se convertirían en un recuerdo. Dos ciudades celosas que permanecían cerradas en sí mismas, que se habían vuelto hurañas, amargadas y posesivas. Dos ciudades que se sostenían en aquellos que se beneficiaban de su forma de ser y que jamás permitirían que lo que sucedió décadas atrás se volviera a repetir. Para los que se adaptaban todo estaba bien. Y para los que no, aún había una pequeña esperanza. Un mensaje que solo ellos escuchaban.

Sabes que hay algo más que lo ven tus ojos. Algo más allá de lo que siempre te ha dicho. Y en cada latido te preguntas por qué. ¿Por qué el mundo va a ser como ellos dicen? ¿Por qué yo debo ser como ellos dicen?  Eso que notas en tu corazón, ese pálpito que crees desacompasado, eres tú luchando por salir. Son tus deseos, tus anhelos. Tú queriendo otra vida. Tú eligiendo ser tú. No te engañas, existe otro mundo. Créeme. Un lugar para ti. Déjame guiarte, llevarte lejos de la mentira. Hay una verdad pintada con múltiples colores entremezclados, de pieles claras con ojos oscuros, de miradas añiles y cabellos crepusculares. Repleta de distintos como tú, de iguales a ti. Ven, aquí serás bienvenido, donde la luna y el sol comparten el cielo. Libérate y ven a mí, a Ir D’amanjô, la ciudad mestiza.

 

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Jose luis González dice:

    ….y FIN.
    Ha sido una lectura muy atractiva, interesante. El enfrentamiento entre dos culturas antagónicas en lo social y, por fin una conclusión Utópica del conflicto, hasta realista.
    Todo ello llevado de la mano de unos protagonistas veraces, atrevidos, ansiosos de vida y emociones.
    Ahora solo queda publicarlo.

    1. 😄😊
      Muchas gracias, JL. Me alegra muchísimo que lo hayas disfrutado. Y, sobre todo, que los personajes te hayan trasmitido todo eso. Me llena de orgullo y satisfacción. 😄
      Sí, solo queda publicarlo. 😉
      Un abrazo enorme. 😘

  2. katelynnon dice:

    ¡Qué bonito ese último párrafo! ¡Y qué buen final!
    Sí tiene un punto agridulce (pero realista) con eso de que, después de todo, las cosas siguieron siendo iguales en las dos ciudades, pero lo de que exista una ciudad mestiza me parece muy esperanzador, como a mí me gusta. Lástima poder no saber más de lo que pasó en medio, pero espero que los personajes a los que estuvimos siguiendo todos los capítulos anteriores fueran felices.
    Me encanta el momento del chocolate y los pastelitos uniendo a la gente. Presiento un shippeo entre Darit (¿O Dalit? Su nombre aparece escrito de las dos maneras) y Salma.

    1. ¡Muchas gracias, Kate! Me alegra un montón que te haya gustado y que el final te dejara satisfecha. Puede que algunas cosas no las tuviera claras y que se fueran modelando (o surgiendo) con el paso de los capítulos, pero cómo iba a acabar no, eso lo sabía desde el principio.
      Ay, lo del nombre, es Dalit, ni me di cuenta. Ahora mismo lo corrijo, si no lo llegas a decir ahí seguiría. Gracias.
      Raina, Laila, Yosef, Oren y demás fueron felices, tranquila, a lo mejor les costó algún que otro disgusto, como tener que emigrar y fundar una nueva ciudad, pero al final les fue bien. 😉
      Y lo del shippeo… cada cual que se imagine lo que quiera. 😛

      Gracias por leer hasta el final y por los comentarios.
      Besos.

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