
La señora Ejido y su andador de aluminio salieron de casa, como cada mañana, a las doce en punto. Descendieron seis pisos en ascensor, recorrieron un par de metros de portal, alguno más de patio exterior y atravesaron la puerta enrejada para llegar al ancho y empedrado paseo que acababa a los pies de un coqueto parque. El día era soleado, menos mal, sus huesos ya empezaban a resentirse más de lo normal. A su andador, la verdad, le importaba bien poco, estaba hecho para resistir sin rechistar.
La señora Ejido llevaba, como de costumbre, el periódico bien sujeto en el asiento de su andador y a las doce y veinte, minuto arriba, minuto abajo, dependiendo de lo rápidas que hubieran ido ese día sus piernas, se sentó en el banco de siempre. Aquel que recibía al sol de frente y que de frente también tenía los columpios, toboganes y demás artilugios que ojalá hubieran existido cuando ella era niña. Liberó su periódico mientras su andador, obediente, se quedó a un lado. Leería los titulares y apenas ojearía el resto, a su edad le bastaba con saber lo principal, al fin y al cabo no decían más que paparruchas. La señora Ejido desplegó el periódico y el sonido de sus hojas se unió al de los pasos de alguien que se acercaba.
—Buenos días —le dijo una mujer —, ¿le importa si me siento?
—¿Por qué iba a hacerlo? —dijo la señora Ejido sin levantar la vista —. El banco no es mío.
—En ese caso, me sentaré.
Mientras disfrutaba de su periódico, la señora Ejido miraba por el rabillo del ojo cómo aquella mujer se reclinaba en el banco, estiraba sus piernas y cerraba los ojos.
—Qué día tan estupendo —dijo la mujer —, se nota que la primavera está al caer. Sin duda mi estación favorita. ¿Y la suya?
La señora Ejido fingió no oírla y pasó otra página. Notó cómo aquella mujer abría de nuevo los ojos y la miraba con curiosidad.
—¿Alguna noticia interesante?
—Lo mismo de todos los días.
—¿Y eso es bueno o malo?
La mujer sonrió, la señora Ejido pasó otra página, la mujer dejó de sonreír. «Parece que lo ha entendido», pensó la señora Ejido, ahora podría seguir disfrutando de su periódico, del banco de siempre, del calor del sol y de la calma del parque sin que volviera a molestarla. Su satisfacción duró lo que aquella mujer tardó en empezar a mirar su periódico demasiado cerca.
—¿No sabe que eso es de mala educación? —dijo la señora Ejido sin despegarse de sus páginas —. Si quiere leerlo se lo dejaré encantada cuando haya terminado.
—Disculpe, no pretendía, me estaba fijando en la fecha y…
—¿Y qué?
—Su periódico es de ayer.
—Ayer es mejor que hoy.
—Ah… que respuesta tan curiosa.
—Déjeme adivinarlo —dijo la señora Ejido cerrando el periódico y posándolo en sus piernas—, ahora me va a preguntar por qué.
—Por qué, ¿qué?
—Por qué es mejor.
—¿Mejor ayer que hoy?
—Sí.
—¿Por qué es mejor ayer que hoy?
—Bien, está claro que no me va a dejar. —La señora Ejido dobló su periódico por la mitad y lo dejó otra vez en el asiento de su andador —. Verá, joven, se lo explicaré, otra cosa es que lo entienda.
—Soy toda oídos —dijo la mujer poniéndose cómoda.
—Ayer no la palmé pero hoy, a mi edad, vete tú a saber.
—¿Y eso qué tiene que ver con el periódico?
—Pues que no me apetece leer las noticias del día que deje este mundo. La bajada del IRPF y del impuesto del patrimonio favorece a los más ricos, y puede que te mueras. No es bonito, no.
—¿Y no sería mejor intentar no pensar en la muerte?
—¡Qué fácil es decirlo! Cuando pase de los ochenta me lo cuenta.
—No sé, creo que hoy en día es bastante más complicado no enterarse de lo que pasa. A todas horas lo cuentan en la tele…
—Grabo el informativo y lo veo al día siguiente. —La mujer la miró sorprendida —. ¿Qué? Seré vieja pero no tonta, sé perfectamente cómo programar el chisme ese que graba.
—¿Y la radio?
—No la escucho.
—¿Ni siquiera música?
—Tengo un toca discos.
—Y si se encuentra con alguien y…
—Hace años que no le hago caso a nadie.
—Así que lo tiene todo pensado, ¿eh?
—Sí, aún me rige la cabeza.
—De eso no me cabe duda…
El silbido de un hombre llamando a su perro desvió su atención. Frente a ellas el desobediente y maleducado animal decidió mear en la arena destinada al juego de los niños. Su dueño no tuvo más remedio que ir a buscarlo y agarrarle por el collar. Al sentirse observado esbozó una tímida sonrisa como disculpa. La señora Ejido entornó los ojos y levantó una ceja y aquel pobre hombre se fue cabizbajo y colorado.
—Además —continuó la señora Ejido, la mujer se volvió para mirarla de nuevo —, hoy no me vendría nada bien.
—¿El qué?
—Morirme.
—Creo que eso le pasa a la mayoría de la gente.
—Y a mí qué me importa la mayoría de la gente, ¿no va a preguntarme por qué no me viene bien hoy?
—Sí, claro, perdón —dijo la mujer disimulando una sonrisa —. ¿Por qué no le viene bien hoy?
—Mi nieta actúa en un teatro de verdad. No es que sea gran cosa, es una obra del colegio y el teatro es pequeño, pero es como esos teatros de antes… —La señora Ejido miró por primera vez a la mujer —. Usted es demasiado joven, no creo que lo entienda.
—Entiendo que sería una bonita última vivencia. Y no soy tan joven como piensa.
La señora Ejido se dio cuenta de lo cálidos que eran los ojos que la miraban. Le sorprendió encontrar en ellos momentos aún no olvidados, ternura y reproches, desilusión y orgullo, paciencia, amor incondicional. Sus labios guardaban viejas palabras de consuelo y besos que sanaban, y en sus manos reconoció dónde agarrarse para cruzar la calle, miles de caricias y algún que otro azote.
—Usted… me recuerda mucho a alguien… —dijo la señora Ejido casi susurrando.
—¿A un familiar tal vez? Me lo dicen mucho.
—¿Cómo es posible…? Se parece tanto…
—Algunas veces es a un antiguo amor, un viejo amigo… Supongo que cada uno ve lo que necesita ver.
El olor dulzón de la resina se mezcló con el de la hierba recién regada, el sonido de los pájaros revoloteando con el del autobús que pasaba, la brisa refrescaba su piel al mismo tiempo que el sol la reconfortaba. Cuántos matices a los que no había dado importancia hasta ahora.
—¿Has venido a buscarme? —preguntó la señora Ejido.
—Sí, pero está claro que me he equivocado de día —le respondió la muerte mirando su periódico —. Ayer no es hoy, ¿verdad?
—No…. no lo es —dijo la señora Ejido.
—Espero que me perdone, es la primera vez que me pasa. ¿Me cuenta mañana qué tal la obra?
Una ráfaga de aire agitó el periódico de la señora Ejido y sus hojas salieron volando. Volvía a estar sola. La señora Ejido contempló cómo las noticias de ayer se posaban poco a poco frente a sus pies. El parque se llenó de niños recién salidos de clase que preferían tirarse del tobogán antes que ir a comer para desesperación de sus padres, y ella siguió allí sentada, mirando las hojas esparcidas por el azar del viento. Su andador se preguntó si sería posible que lo pusiera a la sombra, estaba empezando a recalentarse más de lo que le gustaría.
Enternecedor, emotivo y profundo.
Haces llegar Patri.
Muchas gracias, Maribel. 🙂
Aunque sea un relato corto, eres capaz de hacer sentir al lector varias emociones según va avanzando el texto. Me encanta! Eres una artista.
Muchas gracias, emocionada estoy yo con tu comentario. 🙂
Jopé, casi lloro de la emoción y no es fácil tal proeza. 😛
No sé si te has dado cuenta pero de aquí sale un corto o pieza de microteatro de agárrate. 🙂
Un saludo,
J.A.
Pues eso es «casi» como un premio. 😉
Y no, no me había dado cuenta.
Muchas gracias por comentar y Feliz Navidad, solsticio, lo que gustes…