De relatos: La componedora de huesos

Imagen de Preben Gammelmark en Pixabay

Su padre la miraba con el ceño fruncido, con esas cejas gruesas y pobladas, a juego con sus ojos grandes y algo saltones, tan juntas que parecían una sola. Los brazos cruzados frente al pecho, ocultando sus manos, y el silencio sostenido por el compás de su respiración.  Ella, con la cabeza semigacha, sentada en la silla de pensar que siempre estaba en el rincón más alejado de la casa (menos mal que no era muy grande), miraba con disimulo su pecho hinchándose y deshinchándose. De vez en cuando, más o menos tras la quinta inspiración, al soltar el aire, de la garganta de su padre surgía un sonido ronco y cansado. Ya habían perdido la cuenta de las veces que acababa en esa silla en lo que llevaban de año, aunque no los diversos motivos por los que sus posaderas habían terminado sobre ella.

El primero de ellos, el que más se repetía, era ir a la escuela a sus espaldas. Se despertaba antes que él, antes incluso que el gallo del vecino cantase, y así hacer alguna de las tareas de la mañana para que la bronca posterior se suavizara un poco y, sobre todo, para que su madre, su defensora más acérrima, tuviera argumentos con que debatir a su favor.

—¿Ya estamos otra vez? —gritaba y gesticulaba mientras ella lo miraba desde la famosa silla —. Por el pito del sereno me tomáis.

—Pero Xoán… —intentaba calmarlo su madre.

—Ni pero ni nada, cago no demo.

Y se iba resoplando y dando un portazo.

—Bueno, ya se le pasará —le decía su madre con media sonrisa —. De eso me encargo yo.

Y le guiñaba un ojo divertida. Sabía bien cómo era su padre, como un volcán que siempre amenazaba con entrar en erupción, pero al final solo expulsaba un poco de humo. Aquel hombretón debía mantener las apariencias de gran cabeza de familia, pero al pobre nunca se lo ponían fácil.

—Venga, ayúdame a poner la mesa, y mientras, me cuentas qué tal hoy en la escuela.

La escuela era una habitación que la maestra, doña Carmina, había habilitado en su casa, en el centro del pueblo, cerca de la iglesia, y apenas era suficiente para los niños y niñas de distintas edades que acudían a ella. Tenía varios bancos, los primeros para los más pequeños, los de atrás para los de más edad. Ella era la mayor de todos con doce años recién cumplidos, casi ningún crío en aquel pueblo asistía pasados los diez, algunos incluso la dejaban antes, sus padres les necesitaban para trabajar. Como llevaba más tiempo que ninguno de sus compañeros y además, según doña Carmina, era muy lista, dedicaba las horas lectivas a echar una mano en vez de a seguir aprendiendo. La alumna aventajada se había convertido en la mano derecha de la maestra. Repartía los pizarrones, cuidaba de los más pequeños, y enseñaba lo que sabía a los que iban mejor, de los rezagados se encargaba doña Carmina.

—Deberías seguir estudiando —le dijo un día mientras la ayudaba a recoger después de las clases.

—Ya lo hago.

—No me refiero a aquí, sino al colegio de la ciudad, donde te pueden enseñar más cosas y mejor.

—Usted enseña muy bien, doña Carmina.

La maestra la miró y le sonrió agradecida, y suspiró resignada.

—Si tuviera más medios quizás… —dijo para sí misma, pero ella la oyó y la frase se le quedó grabada.

El segundo motivo que la llevó a la silla de pensar, también estaba relacionado con la escuela, aunque no sucedió entre sus cuatro paredes. La maestra debía bajar a la ciudad a por utensilios: más tizas, recambios para los pizarrones rotos y otras cosas que no tenían que ver con la enseñanza y sí con cuidar de niños que aún no tenían edad para ir al colegio, pero así conseguía aliviar la carga a sus madres durante unas horas. Normalmente doña Carmina iba con el sacerdote, éste la bajaba en su pequeño carromato tirado por un burro, pero esa vez le pidió a su madre que su alumna aventajada también la acompañara. Siempre hablaba con su madre, decía que había cosas que se resolvían mejor entre mujeres. Claro, pensaba ella, su padre ni en un millón de años hubiera aceptado, no le caía demasiado bien la maestra; entrometida, la llamaba entrometida.

Desde la parte de atrás del carromato, observó el camino que dejaban tras de sí, cómo su pueblo se hacía más y más pequeño a medida que se alejaban. El traqueteo de las ruedas le marcaba el compás a la melodía de la corriente del río que bajaba por su derecha, y las ramas de los árboles parecía que bailaban a su ritmo, de un lado a otro, donde las llevara el viento. Cerró los ojos para sentir esa brisa primaveral y los primeros rayos de la mañana. No recordaba haber ido tan lejos nunca y ahora bajaba y bajaba, diciendo adiós a la montaña y acercándose al valle.

Conocía a gente que había estado en la ciudad, les había escuchado hablar de ella. «Allí sí que se vive bien», decían unos, «es un caos y demasiado ruidosa», replicaban otros. Al entrar en ella, se preguntó por qué dirían todas aquellas cosas en vez de comentar lo grande que era, mucho más que su pueblo, y que casi todo era más nuevo y reluciente, como cuando estrenas vestido de domingo. Llegaron a la hora justa, cuando la gente salía de sus casas y los negocios abrían. Miró al suelo, al camino gris oscuro que rodeaba las casas, que te llevaba de una calle a otra. Y recibió el saludo de varias personas que iban en sus carros pero en dirección contraria a la suya. Respiró profundo, todo olía diferente y a tantas cosas distintas. Al mirar hacia atrás, sus ojos se encontraron con los de doña Carmina; sonreía, seguro que su cara alucinada le resultaba divertida. Le devolvió la sonrisa, como la niña que era recibiendo el mejor regalo de su vida.

Cargó la mercancía en el carromato, cuatro paquetes que apenas abultaban, ¿por qué iba a necesitar la maestra su ayuda para esto?, podía haberlo hecho ella misma. Cuando terminó, se subió dispuesta a hacer el camino de regreso a casa.

—Baja, Antía —le dijo la maestra —, aún queda una cosa por hacer.

Intrigada, obedeció, y siguió a doña Carmina.

—¿A dónde vamos?

—Con un poco de suerte, a tu futuro.

—¿A mi qué?

Doña Carmina sonreía divertida, y hasta diría que satisfecha de sí misma, como cuando ella tramaba algo y estaba a punto de llevarlo a cabo.

—Cuando lleguemos tendrás que esperar en una sala, puede que tarde un poco, ten paciencia y no te muevas de allí.

—¿Cuando lleguemos dónde, señorita?

—¿No te he dicho que tengas paciencia?

El dónde estaba a quince minutos de caminata, podían haber ido en carromato, pero al parecer el sacerdote tenía más cosas que hacer en la ciudad. Era un edificio sobrio, de ladrillo oscuro, con una gran puerta en la entrada. Contó tres plantas y leyó la placa que había junto a la puerta.

—Escuela para señoritas… —Y ahí dejó de leer para mirar extrañada a doña Carmina.

—Vamos, entremos —dijo ella ignorándola.

Hizo lo que le había dicho: esperar sentada en una sala llena de sillas y alguna que otra mesa muy pequeña y muy baja a su entender. Se mantuvo allí sin decir nada, sin levantarse, aguantando la tentación de ojear las revistas que había sobre aquellas mesas minúsculas, demasiado tiempo para lo que ella acostumbraba a estar sin moverse.

Y de aquella silla de asiento mullido, pasó a la más dura de madera vieja del rincón de su casa. Aunque esta vez, ¿qué culpa tenía ella?

—La maestra dice que es lista, que seguro que…

—La maestra debería meterse en sus asuntos, para variar.

—Pero Xoán…

—Ni pero ni hostias, cago en ros.

Y tras el airado portazo, su madre la miró, aunque sin la sonrisa pícara de otras veces.

—Va a costar un poco, pero tú no te preocupes —le dijo poniéndose a su altura y recogiendo un mechón de su pelo tras la oreja —, yo me encargo.

—Vale —respondió ella encogiéndose de hombros.

—Menos mal que aún tenemos tiempo.

La verdad es que no había entendido mucho, los adultos tenían la mala costumbre de contarle algunas cosas a medias. Los retazos que había recompilado iban desde el entusiasmo cauto de la maestra que, al salir de la escuela para señoritas de la ciudad, le dijo: «Hay una mínima posibilidad, pero la hay, solo falta convencer a tu padre», hasta la discusión posterior entre sus padres; porque eso de convencer a su padre era una tarea que recaería sobre su madre.

—Tampoco perdemos nada porque haga la prueba —argumentaba ella.

—Pero qué di, muller —respondía él, que cuando se acaloraba se le mezclaban los idiomas, el materno y el de acogida.

—Y si la pasa, ya decidimos.

—Estás mal de la cabeza, esa maestra te ha metido ideas sin sentido.

Al final de la primavera terminaban las clases y por un tiempo dejó de visitar la famosa silla. Por un tiempo.

Fotografía: Ester Valverde

Antía caminaba por el monte cuando oyó unas voces mezcladas con risas en la lejanía, calculó que estarían cerca del río, y bueno, tampoco pasaba nada si se acercaba para ver qué sucedía. Descendió por la ladera, ayudada por el palo que utilizaba para caminar por el monte, una antigua rama caída que había pelado y lijado para que le sirviera de apoyo y de guía y así evitar meter un pie donde no debía. Cuando estuvo lo suficiente cerca y los árboles ya no le impedían ver, contempló la escena en todo su conjunto: los tontos de siempre metiéndose con una incauta nueva esta vez.

—¿Dónde te has dejado al criado, señoritinga? —dijo el tonto número uno.

—Seguro que lo ha perdido, ¿te ayudamos a buscarlo? —continuó el tonto número dos.

El objeto de burla era una muchacha, aproximadamente de su misma edad, calculó que como mucho sería un año mayor que ella, e iba demasiado engalanada para andar entre la naturaleza salvaje. Tenía pinta de no haber pisado nunca un lugar como aquel en su vida, si lo hubiera hecho no llevaría ese tipo de zapatos.

—Dejadme en paz.

—Menuda estirada —siguió con la voz cantante el tonto número uno —, no acaba de despreciarnos la muy sinvergüenza.

—Deberíamos enseñarle modales, ¿no crees?

—Ya lo creo que sí.

La chica de ciudad con mucha dignidad intentó continuar su avance ignorándolos, pero eran dos y no solo le sacaban un par de años cada uno, sino también media cabeza, y estaban hartos de andar por aquellos lares. Cada vez que ella cambiaba de dirección, en seguida le cortaban el paso.

—No nos ignores, maleducada —escupió esta vez el tonto número dos.

—He dicho que me dejéis en paz, no os he hecho nada.

—¿Has oído? —le dijo al tonto primero —. No va y dice que no nos ha hecho nada, tendrá cara.

Ya se estaban pasando, pensó Antía, pero al instante después de pensarlo se superaron a sí mismos. La muchacha intentó esquivarles y salir corriendo, y ellos fueron tras ella, alcanzándola en un suspiro. Ambos a la vez, la empujaron con sus cuerpos, la golpearon por la espalda y la muchacha salió trastabillada hasta que acabó de bruces en el suelo.  Ahora sí que acababan de coronarse como los idiotas mayores del reino y ella no soportaba a los tontos de esa calaña: los que no querían dejar de ser unos ignorantes y se creían por encima del resto.

—Vaya, ¿te has hecho daño, señoritinga?

El tonto primero habló y Antía recogió una piedra de la orilla del río.

—¿Vas a llorar?

Le acompañó el tonto segundo y ella armó el brazo.

—Tú sí que vas a llorar —dijo para sí misma mientras calculaba la trayectoria.

La piedra le alcanzó al que estaba más cerca, al número dos de los idiotas, en el cogote. Primero gritó y se llevó una mano a la cabeza, y después buscó rojo de ira quién había sido.

—¡Tú! ¡Te vas a enterar!

Antía se preparó para la embestida de dos toros desbocados. Una pierna delante de la otra y su palo guía bien sujeto con ambas manos. Usó la ventaja de su centro de gravedad más bajo y lo engreídos que ellos eran para agacharse y girar, pasando por el hueco que dejaron entre sus cuerpos, y bajar su vara, robusta y larga, a la altura de sus tobillos. Esta vez los que cayeron de bruces fueron ellos. El tonto primero se quedó un rato desconcertado en el suelo, pero en el segundo la humillación aumentó su ira y se levantó para volver a la carga.

—Tú no sabes con quién te has metido, canija.

«Puntos débiles, puntos débiles», pensaba mientras veía cómo se acercaba. «Puntos débiles, puntos débiles». Y recordó a su padre hablando con Matías, que vivía en lo más alto del pueblo y tenía un rebaño de ovejas, mientras le ayudaba con un brazo que le daba guerra.

—Esta zona de aquí es muy sensible, donde se junta el hombro con el hueso del brazo, por debajo de la clavícula. 

Y justo ahí lanzó su contraataque. La punta de su vara impactó de lleno y el brazo derecho de aquel matón perdió toda su fuerza.

—¿Qué me has hecho, bruja? —gritó llevándose la mano izquierda a la zona del golpe.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su compinche, que al fin se había levantado, acercándose a él.

—No siento los dedos de la mano… Se me ha dormido el brazo.

—Arregla a mi amigo ya, si no quieres que te abra la crisma.

—A ese no lo arregla ni el cura.

—Tú lo has querido.

«Puntos débiles, puntos débiles», siguió recitando en su cabeza mientras el tonto número uno se abalanzaba sobre ella. Y recordó a la señora Berna, le dolía una rodilla, no podía estirarla.

—Tengo que colocarle… —le dijo su padre.

—¿Se me ha descolocado la rodilla?

—No, señora Berna, solo una pequeñita parte, que se encuentra aquí. Voy a presionar un poquito, y despacio, así solo notará una molestia.

¿Qué pasaría si en vez de delicadeza, usaba toda su fuerza para darle igual que al hombro del otro? Y lo hizo, con rapidez, después de esquivar el puño del tonto número uno agachándose de nuevo. La rodilla se le dobló al instante, y quedó tirado en el suelo, encogido, llevándose las manos a esa rodilla, quejándose hasta el lloriqueo.

El idiota segundo ayudó al primero a ponerse de pie. Se fueron doloridos y desconcertados,  tropezando varias veces con los desniveles del camino.

—Gracias —oyó a la chica a su espalda, se giró y vio cómo intentaba acercarse a ella cojeando y disimulando el dolor.

—Espera, siéntate, que te vas a mancar más.

—¿Mancar?

Soltó su vara y se acercó a ella. La cogió por la muñeca izquierda para pasar ese brazo, el izquierdo, por encima de sus hombros y servirle de muleta.

—Perdona, es lo que dice mi padre, algunas palabras se me pegan. Quería decir que te ibas a hacer más daño. Vamos hasta esa piedra.

—¿La que está en la orilla?

—Sí, así podrás meter el pie en el agua. Está muy fría, te aliviará.

La muchacha se dejó guiar. Una vez sentada se agachó frente a ella sin importarle mojarse ni lo fría que estuviera el agua, estaba más que acostumbrada.

—¿Qué pie te duele? —le preguntó.

—El derecho. Y es el tobillo, me lo he torcido.

Notó como la observaba cuando empezó a quitarle el zapato y el calcetín. Llevó su pie desnudo hacia el agua y lo sumergió allí. La muchacha pegó un respingo al entrar en contacto con ella, pero no rechistó.

—Aguanta un poco.

—Vale.

—Aun así puede que se te hinche.

—No importa, gracias, ahora me duele menos.

Levantó la cabeza para mirarla a los ojos y decirle de nada, aunque al toparse con los de la muchacha no supo por qué se quedó callada.

—¡Señorita!

El grito de un hombre desvió la atención de ambas. Como la chica de ciudad, también vestía muy bien, mejor que su padre cuando se arreglaba para ir a misa por hacerle la pelota al sacerdote. Se acercó a ellas desde el otro lado del río y lo cruzó sin pararse a pensar dónde pisaba; se caló hasta las rodillas.

—Dios bendito, ¿qué le ha pasado?

—Tranquilo, Ramón, es una simple torcedura.

—Mire que le dije que no se alejara, que el bosque es peligroso.

—Lo siento…

—Vamos, la llevaré al médico ahora mismo.

Recogió el zapato y el calcetín y la cogió en brazos, y con ella atravesó de nuevo el río.

—Espera, Ramón —le pidió la muchacha pero éste no pareció escucharla —. No le he preguntado cómo se llama.

Los vio alejarse y pensó en lo extraña que era la gente de la ciudad. Y entonces recordó por qué estaba por esa parte del monte, qué le había hecho pasar cerca de allí precisamente hoy.

—Ay, mierda, ¡las ovejas!

No es que tuvieran un rebaño, no eran pastores, ni tampoco agricultores, pero los vecinos del pueblo pagaban así a su padre, con parte de los frutos de su trabajo. Tardó el resto de la mañana en encontrar a las tres ovejas que tenían y, al llegar a casa, su padre la arrastró por un brazo y la sentó en la silla. Qué rápido corrían las noticias en aquel pueblo.

—¿Cómo se te ha ocurrido?

—Es que…

—¡Non fales!

—Pero si me has preguntado…

—¡A calar digo!

Su padre caminó de un lado a otro delante de ella, con los brazos frente al pecho sin dejar de mirarla.

—¿Es cierto lo que dicen esos dos?

—No sé, ¿qué dicen?

—Ah, ¿no preguntas quiénes?

Enrojeció y agachó la cabeza. Su padre en dos zancadas se puso delante de la silla y con fuerza colocó una mano a cada lado del asiento, atrapando sus piernas. Su cabeza estaba tan cerca que casi se tocaban sus frentes. Levantó despacio la mirada y se topó con los ojos fijos de su padre.

—Quiero que me expliques cómo lo hiciste y no me mientas.

—Pues… —tomó aire y lo expulsó con rapidez y hastío, como quien se siente injustamente acusada —. Son unos idiotas, papá, se estaban metiendo con esa niña. Dos contra una, menudos valientes…

—No quiero saber el porqué —le cortó su padre —. ¿Te salió de casualidad o fue adrede?

Estaba desconcertada, ¿a qué se refería? Desvió la mirada en busca de ayuda materna.

—Ni se te ocurra mirar a tu madre, ella no te va a librar de esta.

—Vamos, contesta, cariño —le dijo su madre —. Dile la verdad.

—Pero es que no sé a qué se refiere.

Su padre le cogió las manos y las puso a la altura de su cara.

—Muéstramelo. Venga, qué es lo que les hiciste.

Su padre no daba crédito y su madre sonreía a su espalda de forma disimulada, fingiendo estar muy concentrada zurciendo calcetines. Lo había visto muchas veces tratando a la gente de sus dolencias, enderezando sus espaldas o colocando tendones que no hacían más que inflamarse. ¿Por qué le resultaba tan difícil creer que solo había necesitado observarle? ¿Que lo había hecho con suma atención sin que él se diera cuenta?

—Cago en… —Ni jurar podía, ahora sí que la había hecho buena —. Rapaza do demo.

A saber qué castigo le caería. Respiró hondo, dispuesta a asumir las consecuencias.

—Al final tu madre se ha salido con la suya, como siempre.

Miró a sus dos progenitores, primero a uno, después a la otra, sin entender nada. Su madre siguió fingiendo que la cosa no iba con ella, pero la sonrisa de satisfacción ya no podía ocultarla, y seguro que no era por lo bien que le había quedado el zurcido.

—Después de comer, todas las tardes te quiero aquí lista para aprender. —La boca se le abrió sola, y los ojos también —. Estos conocimientos solo se deben usar para curar, ¿entendido? —Ella no se atrevió a decir una palabra, así que asintió con la cabeza —. Como me entere de que vuelves a hacer lo mismo, dejo de enseñarte.

Imagen de Peter H en Pixabay

La penúltima vez que acabó en la silla, se fue hacia ella por propia voluntad, antes incluso de que su padre la castigara, porque estaba claro que acabaría allí en cuanto dejara de hablar con la visita inesperada y él entrara en casa. El día había sido demasiado tranquilo, el mes había sido demasiado tranquilo. Y entonces llegó un automóvil al pueblo, que fue escoltado por un montón de niños alucinados; supieron que se llamaba así después, cuando la maestra respondió a todas sus preguntas. Solo las personas muy ricas podían poseer aquel nuevo invento, que te llevaba de un sitio a otro sin necesidad de que un animal tirara de él. El automóvil se paró delante de su casa, era verde oscuro, más que las hojas de los árboles, y brillaba tanto que en él se reflejaba todo, hasta la puerta de su casa. Su padre les ordenó a su madre y a ella que no salieran, así que ambas lo observaron todo desde la ventana. Primero salió un hombre trajeado, muy distinguido, que le estrechó la mano a su padre. Después salió una muchacha, la hija de aquel hombre. No necesitaba saber de qué hablaban, lo sabía a la perfección. Su padre giró la cabeza y la miró, la muchacha siguió su mirada y, al verla en la ventana, sonrió y la saludó con la mano. Ella respondió al saludo.

—¿La conoces? —le preguntó su madre.

—Sí, se llama Celia —respondió y acto seguido, resignada, se fue hasta la silla de pensar.

Su madre la miró desconcertada, normal, no le había contado nada. La verdad es que no lo hizo por no meterse en un lío, aunque había seguido las normas de su padre casi al dedillo: usar lo que le enseñaba para curar, claro que obvió la parte en que solo podía hacerlo cuando él estuviera delante. No lo pudo evitar, cuando se la encontró de nuevo en el mismo lugar del río que la primera vez, sentada en la misma piedra y acompañada por Ramón, que seguro era su criado, tuvo que acercarse a ella.

—Hola —la saludó mientras se acercaba.

—Hola, qué bien que estés aquí

—¿Ah, sí?

—Sí, tengo una cosa para ti desde hace días, pero como no sabía tu nombre ni dónde vivías…

—¿Para mí? ¿Por qué?

—Por ayudarme, claro, ¿por qué iba a ser? —le respondió sonriente. Sonreía mucho, como si quisiera no solo agradarla, sino también algo más que no acertaba a descifrar —. Creo que este es el quinto día que vengo aquí. El cinco es mi número de la suerte.

—Señorita, ¿voy a por ello?

—Sí, por favor.

Esta vez, Ramón, cruzó con cuidado el río, por la zona que menos cubría.

—¿Te sigue doliendo? —le preguntó a la chica al ver que tenía sumergido en el agua el mismo pie que se había torcido hacía casi una semana.

—Sí, no termina de curarse, y si ando mucho se me hincha un poco.

Sin pensarlo, posó la vara y se arrodillo frente a ella, sin importarle mojarse ni lo fría que estuviera el agua. Cogió su pie y empezó a explorar el tobillo con la yema de los dedos, buscando lo que estuviera fuera de lugar, porque siempre había algo que no estaba en su sitio, que necesitaba ser colocado. Lo encontró debajo del hueso del tobillo y ahí ejerció presión con el pulgar. Un chasquido después y un “ay”, y todo volvía a estar como debía estar.

—¿Qué has hecho?

—Componerlo.

Ramón regresó en ese instante con un paquete envuelto en un lazo.

—¿Te gustan los pasteles?

Madre mía, pensó al ver aquel surtido, no supo por cuál empezar.

—Estos son mis favoritos.

La verdad es que estaban todos deliciosos, ¿cómo elegir un favorito? Seguro que para alguien acostumbrado a comerlos a menudo era fácil decidirlo, pero para ella no.

—¿Quieres? —le dijo Antía a Ramón, ofreciéndole la caja de pasteles.

—Oh, no, muchas gracias, señorita.

Le entró la risa, y su nueva amiga la miró extrañada.

—¿De qué te ríes?

—Me ha llamado señorita —le respondió en voz baja, no quería ofender a Ramón, y entonces fue su amiga la que empezó a reírse.

Los pasteles se terminaron en un suspiro. No solo compartieron dulces, también sus respectivos nombres, dónde vivían, cómo eran sus familias. Celia solo le sacaba un año, había acertado, y las dos eran hijas únicas, algo muy poco común. Cuando se dio cuenta de la posición del sol, más allá del medio día, recordó por qué había pasado por ahí, el motivo por el cual estaba en esa parte del monte precisamente hoy.

—Ay, mierda, ¡las ovejas!

—¿Tienes ovejas?

—Solo tres —le respondió mientras salía corriendo en busca de los borregos.

—¿Vas a volver mañana?

—¡Vale!

Qué curioso, todas estas cosas, el ir a hurtadillas al cole, a la ciudad con la maestra, darle su merecido a dos matones de poca monta y arreglar un tobillo, la habían llevado esa penúltima vez a la silla de pensar. Su nueva amiga, Celia, había hablado con su padre, el hombre más rico de la ciudad, y él, en agradecimiento, quiso premiar a la hija del componedor de huesos de un pequeño pueblo de montaña. Pero para saber en qué casa exacta vivía, por casualidad le preguntó a la maestra.

—¿Antía?, sí, la conozco. Una muchacha muy buena, y muy lista, ojalá su padre dejase de ser tan testarudo y le diera permiso para ir a la escuela de la ciudad.

Hablando de padre a padre, de hombre a hombre, llegaron a un acuerdo.

—Qué le parece si deja que la niña haga el examen de acceso. Entiendo su preocupación, la ciudad está muy lejos y es peligroso que baje ella sola andando cada mañana, y también que la necesite en casa. Por eso le propongo una cosa, si consigue entrar, yo me ocuparé de que mi chofer venga a buscarla cada mañana para llevarla al colegio y, después de las clases, la traerá de vuelta.

—Es muy generoso por su parte pero…

—Ya sé lo que va a decir, que no se lo pueden permitir, bueno, de eso tampoco tendrán que preocuparse.

—Ah, no, no podemos aceptarlo.

—No es un regalo, es un pago.

—Pero…

—¿No haría usted cualquier cosa por su hija?

Una penúltima vez, sí, y también una última.

Allí estaba, sentada de nuevo, esperando, mientras su padre permanecía de pie mirándola muy serio con los brazos frente al pecho y esas cejas tan juntas convirtiéndose en una sola. A Antía empezaba a dolerle el culo, se le iba a quedar cuadrado. Se llevó una mano al cuello, le picaba, el nuevo vestido le resultaba un poco incómodo.

—¿Tengo que llevar esto? —le preguntó a su madre cuando la ayudó a ponérselo —. No me gusta.

—Es obligatorio, cariño, es el uniforme, lo llevan todas.

Uniforme, menudo nombre, «torturaniñas» le iba mejor. El sonido del automóvil acercándose desvió la atención de su padre hacia la puerta.

—¿Puedo levantarme ya?

Su padre, sin cambiar el gesto, se acercó a ella, se puso a su altura y colocó ambas manos sobre sus hombros. La miró fijamente unos segundos. Primero notó cierto brillo en sus ojos, después cómo se achinaban poco a poco al mismo tiempo que las cejas se separaban. ¿Estaba sonriendo?

—Rapaza do demo —le dijo entre risas.

Le dio un ligero apretón en los hombros y asintió con la cabeza. Entonces lo entendió, ese brillo en los ojos era orgullo paterno. Salió de casa sintiéndose la persona más importante del mundo. Frente a la puerta esperaba el automóvil verde y reluciente, el chofer, Ramón, le abrió la puerta y al entrar vio que no haría el viaje ella sola. Se sentó al lado de Celia, que la recibió con una de sus amplias sonrisas.

—¿Nerviosa? —le preguntó ésta.

—No.

—¿No?, yo sí.

—¿Por qué?

Estuvieron un rato en silencio, esperando a que el chofer entrara en el auto y las llevara al colegio de la ciudad. Su padre hablaba con él muy serio, hasta el último minuto intentando dejar claro quién mandaba en esa casa. Su madre, desde la puerta, le dijo adiós con la mano. Ella hizo lo propio y al volver a posar la mano sobre el asiento del coche se topó con la mano de Celia. No se atrevió a moverla de allí, o no quiso, el caso es que solo podía pensar: «si ella no la mueve, tú tampoco». Y como ninguna de las dos lo hizo, esas manos, como si tuvieran voluntad propia, entrelazaron los dedos. Bajó la vista para comprobar que no estaba alucinando y al levantarla se topó con los ojos de Celia. De pronto, su amiga, miró por encima de su hombro, más allá de la ventanilla del automóvil. ¿Qué estaría mirando? Allí seguía su padre, soltando su discurso, mientras su madre intentaba mediar para que dejara al chofer en paz.

—Lo sé, mi padre es un poco…

No terminó la frase, no pudo, pero no le importó, vaya que no. Un rápido y certero beso lo impidió.

Se quedaron un buen rato mirándose sin decir nada. Y entonces Ramón entró en el auto, y ellas apartaron la mirada.

—Bien, señoritas, nos vamos… —El chofer suspiró —. Al fin.

Se miraron de reojo, aguantándose la risa y sin soltarse las manos. De repente, eso de llevar uniforme ya no le pareció tan malo, hasta dejó de picarle.

Antes de salir del pueblo, pasaron por delante de un edificio en construcción. Sonrió, porque doña Carmina también tendría una escuela nueva. «Si tuviera más medios quizás…», eso le había oído decir y ya que ella había sido la que curó el tobillo de Celia, qué menos que ponerle el precio justo a su trabajo.

5 Comentarios Agrega el tuyo

  1. katelynnon dice:

    ¡Qué tierno! La verdad es que, sin haber leído etiquetas ni nada, me imaginaba lo que iba a pasar con Celia desde su primera aparición. Y qué deprimente me resulta esa España rural y pobre… menos mal que parece que las cosas van mejorando para Antía.

    1. Gracias, Kate. Soy un poco previsible con el salseo, pero no me importa, era lo que tenía que pasar. En el relato solo se entrevé, pero la evolución de la educación en España, en particular la rural, es muy interesante.
      Antía es un personaje que me encanta, quizá algún día cuente cómo fue su adultez y madurez.
      Besos, Kate.

  2. Ivena Sansko dice:

    🥹🥹🥹🥹 Morí de ternura ✨❤️

Deja un comentario