Hace muchos, muchos años, mi tío Juan me regaló un libro que me descubrió un mundo nuevo y maravilloso: el del pensamiento. Y la puerta a ese nuevo mundo la abría con dos simples preguntas: ¿quién eres?, ¿de dónde viene el mundo? Tal que así empezaba la aventura de una niña de catorce años llamada Sofía a través de la historia de la filosofía. Así encontré una pasión que ni siquiera sabía que tenía; aunque mi madre seguro que ya estaba al tanto desde que empecé a acribillarla con un sinfín de “y por qué” en cuanto supe decir más de dos palabras seguidas.
Preguntarnos el porqué de las cosas es algo inherente al ser humano, es lo que nos diferencia del resto de los animales, es el precio a pagar por tener conciencia de nuestra propia existencia, de lo que nos rodea y sobre todo de nuestra mortalidad. Saber que dejaremos de existir de un momento a otro, que lo harán todos y cada uno de los que nos rodean, nos llevó a la pregunta cuya respuesta más nos quita el sueño: ¿qué hay después de la muerte? Tenemos dos formas de reconfortar esa duda: a través de la religión o a través del pensamiento crítico.
Como decía, “El mundo de Sofía” supuso para mí el primer acercamiento a esta ciencia no empírica (esto no lo dice la “cencia”, esto lo digo yo porque sí), al pensamiento racional. Coincidió su lectura con el comienzo de mi último año de instituto, en el ya desaparecido COU, cuando la filosofía era asignatura obligatoria aunque eligieses ir por ciencias puras. Así que cuando mi profesora comenzó a hablar de Aristóteles o Platón, yo ya los conocía gracias a Sofía. Un libro de ficción como este, que aúna entretenimiento y aprendizaje, no solo consiguió que me interesara esta asignatura, sino también algo mucho más difícil, que una adolescente tímida que se sentaba en las últimas filas levantase la mano para responder a las preguntas que doña Josefa nos hacía para que participáramos en clase.
También obró otro pequeño milagro, tras la tercera o cuarta vez que yo respondí se unió otro de mis compañeros, y después otro y otro y otro. Al terminar la clase, cuando guardaba el libro de filosofía para sacar el de la siguiente asignatura, mi profesora, doña Josefa, al pasar por mi pupitre me felicitó. Para mí el instituto no fue una época a la que le tenga mucho aprecio, pero ese momento lo guardo como un tesoro. Y si por esas casualidades de la vida mi profesora de filosofía en el “Álvaro de Mendaña” lee este post, me gustaría que supiera que me encantaban sus clases y que la recuerdo con mucho cariño, fue una de las mejores profesoras que he tenido. Gracias.
¿Ya estáis protestando? La filosofía es un rollo, menudo tostón, bla, bla, bla… no tenéis ni puñetera idea. Por mucho que os pese, la filosofía está por todas partes, hasta en esa novela romántica que devoras a escondidas, os tiene rodeados, JAJAJA. Que me guste la filosofía explica por qué mi género favorito es la ciencia ficción, también por qué no lo es de la inmensa mayoría de la gente. Te hace pensar, cuestionarte algo que dabas por sentado, preguntarte cosas de las que no quieres afrontar la respuesta. La ciencia ficción es filosofía, bebe de sus preguntas y plantea posibles respuestas, o genera más preguntas. Qué nos hace humanos en las historias sobre inteligencias artificiales. Cómo nos comportamos como individuo, cómo se construye o destruye una sociedad en cualquiera sobre invasiones alienígenas o futuros multiespecie. De dónde venimos, a dónde vamos, cómo podríamos ser, cómo podríamos haber sido en cualquiera de las muchas distopías, ucronías o utopías. Y así hasta el infinito interestelar.
Aunque la ciencia ficción es el género que más se inspira en la filosofía no es el único, a poco que nos molestemos podríamos encontrarla en cualquiera, desde esa historia sobre la enésima casa encantada hasta el más profundo drama social. Porque es inherente al ser humano hacerse preguntas, querer saber, necesitamos llegar allí donde aún no alcanza la ciencia con sus pruebas irrefutables y nuestra única herramienta es la mente: imaginando, teorizando, debatiendo.

Para poner mi pequeño granito de arena a favor de esta ciencia que no es ciencia, a favor de los (y las) grandes pensadores de la historia de la humanidad, voy a recomendaros, además del mencionado libro “El mundo de Sofía”, dos series que usan la filosofía como si fuese un personaje más de forma amena e inteligente, demostrando que no hay temas aburridos, todo depende de cómo se cuenten.
Esta serie creada por la productora Veranda TV, emitida durante tres temporadas por TV3 y que ahora puedes disfrutar íntegra en Netflix, cuenta las andanzas de un profesor de filosofía, Merlí Bergeron, muy poco ortodoxo, lo que viene a significar que sus alumnos lo adoran pero los padres de estos no, y algunos de sus compañeros de profesión directamente le odian. Es el nuevo del instituto y todos sabemos lo difícil que es ser el recién llegado, sobre todo si tu manera de ser no encaja en antiguas cerraduras. Cada capítulo está dedicado a un filósofo o a una corriente filosófica y enlaza sus enseñanzas con los problemas cotidianos a los que se enfrenta no solo de Merlí, también todos los que le rodean: alumnos, profesores y familia. La vida es un continuo debate interno, una montaña a escalar, un enfrentarse a retos nuevos, a miedos, a deseos inalcanzables, a decisiones. Pero si alguien te descubre que antes que tú ya hubo muchos otros haciéndose las mismas preguntas , enfrentándose a los mismos debates morales, desde diferentes puntos de vista, en diferentes épocas, puede que tu perspectiva del asunto cambie, se enriquezca. Y más si ese alguien es capaz de transmitirlo como Merlí, el profesor que todo adolescente merece al menos una vez en la vida.
Esta es sin duda una de mis series favoritas, creo que no se habla lo suficiente de ella ni recibe todas las alabanzas que merece. Es fresca, inteligente, divertida, llena de personajes soberbios, una trama maravillosa y unos giros final de temporada que ya quisieran muchas series de “suspense” o “intriga” y sus cansinos “cliffhanger” de cada capítulo.
Eleanor Shellstrop al morir es recibida por Michael, un arquitecto del lado bueno, y es que gracias a su impecable vida y su gran calidad humana le ha tocado pasar la eternidad en uno de sus múltiples paraísos. Tendrá la casa perfecta para ella, en el barrio perfecto, con los vecinos perfectos y, por supuesto, junto a su auténtica y única alma gemela. Sí, todo sería perfecto de no ser por un pequeño detalle sin importancia, se han confundido de Eleanor Shellstrop, porque la que ha llegado al lado bueno debería haber ido al malo. El barrio perfecto comienza a ser un caos porque en el habita un alma que durante su vida en la tierra reinventó y perfeccionó el concepto de capulla egoísta. Y como ella no debería estar ahí, el paraíso empieza a desmoronarse. ¿Qué podría hacer? ¿Confesar? No, intentar ser mejor persona, merecerse estar en el lado bueno. ¿Cómo? Recibiendo clases de ética en secreto. ¿Conseguirá Eleanor gracias a esta rama de la filosofía convertirse en una buena persona? ¿Conseguirán las lecciones sobre Kant, Descartes o el utilitarismo enseñarle qué es ético y qué no y que obre en consecuencia? Es fácil averiguarlo, sus capítulos de veinte minutos se devoran más rápido que una cajita de Ferrero Rocher, y también podéis encontrarlos en Netflix. Es desternillante y, también, muy ilustrativa.
P.D.: ¡Feliz año nuevo! Que tengáis un memorable, para bien, 2019.
¡Feliz año nuevo! Que tengáis un memorable, para bien, 2019 toda la preciosa familia.
Igualmente, Maribel. Besos.