Hoy iba a actualizar (bueno, ayer) con la segunda entrega de mis reflexiones sobre las series de misterio, pero ayer (quiero decir antes de ayer) emitieron el último capítulo de la temporada (y probablemente de la serie) de “El ministerio del tiempo” y empecé a pensar en esto de los finales. Si los comienzos de las series son siempre difíciles e inciertos por eso de las audiencias, los finales son aún más espinosos. Cuando una serie no funciona, los directivos de las cadenas van a su manual de soluciones televisivas y aplican siempre la misma: eliminarla de raíz y si te he visto no me acuerdo. ¿Y cuando es un éxito?, fácil, según el manual lo que debes hacer es alargarla y alargarla como el chicle hasta que, como ese chicle, se quede sin sabor y te duelan las mandíbulas de tanto mascar.
Teniendo dos opciones es todo muy sencillo, no hace falta ni pensar, si una serie da beneficios continua en antena, si no, la relegamos a última hora de la parrilla hasta consumir los capítulos que ya hemos pagado y adiós muy buenas. Poco importa la coherencia de su trama o dar un final digno; ni hay paciencia ni ganas de “derrochar dinero”. Tampoco importa decepcionar a su fieles seguidores no solo con finales que no están a la altura, sino con algo mucho más irritante: la ausencia de estos.

Así que al final, nunca mejor dicho, el mayor problema que tienen las series es que al nacer nunca saben a ciencia cierta cuándo y cómo será su muerte. Ejemplos de series eliminadas con apenas una temporada o en mitad de una hay a porrón en la historia de la televisión. También de otras que alargaron y alargaron sus historias hasta que dejaron de parecerse a sí mismas, en el mejor de los casos, o comenzaron a ser un esperpento sin sentido en el peor.
Antes, cuando solo se podía medir el éxito de tu producto de ficción con las audiencias en directo, podía entender que las cadenas, las productoras, siguieran la estrategia del ensayo error hasta dar con aquel éxito que les reportara beneficios, porque la única forma de recibirlos era a través de la publicidad. A mayor número de espectadores, más anuncios y más caros. Ahora, cuando el espectador está pasando a ser un consumidor que elige qué, cuándo y cómo gracias, no solo a las plataformas digitales, sino también a las web y aplicaciones de las televisiones tradicionales, debería empezar a primar el ofrecer productos cerrados, bien construidos de principio a fin. Porque, ¿quién va a querer empezar a ver una serie que sabe que ya han cancelado? ¿Y quién va a querer seguir perdiendo su tiempo con esa otra que ya no tiene ni pies ni cabeza cuando tiene una lista de pendientes de aquí a la luna?

Algunas cadenas y plataformas digitales están empezando a entender que deben cuidar no sus productos, creando una especie de marca personal para distinguirse las unas de las otras, sino a sus clientes directos: sus espectadores. Porque, ya que van a pagar una suscripción mensual o a invertir en el posterior merchandising o simplemente a difundirla en redes sociales atrayendo a más espectadores, que menos que contar cada historia como se merece. Si debe ser con una temporada de seis capítulos, que sea, si necesita tres de quince, adelante también. Y para conseguir esto lo primero es planificarlas de antemano, como si en realidad fuera un película, con su inicio, su desarrollo y su desenlace, e invertir en ella hasta el final con todas las consecuencias.
Se evitarían tentaciones del tipo renovamos esta serie porque ha sido un mega éxito del copón. Pero vamos a ver, si ya hemos resuelto todas las tramas y no podemos resucitar a la protagonista, ¿recuerdas?, la historia va sobre su suicidio. Bueno, eso son solo tecnicismos sin importancia. Se evitaría también que al final le des un final feliz en la quinta temporada que huele a naftalina en vez de ese que tuvo en la tercera y que hacía que todas las piezas encajaran aunque fuera agridulce (o agrio sin más). Y se evitaría que a la gente se le quedara cara de “pero qué…” al descubrir que acaba de ver el último capítulo de esa serie que, aunque tardó un poco encontrar el ritmo, ahora hacía que siguiera despierto a las cuatro de la mañana.
Y así, tal vez, una serie como “El ministerio del tiempo” no habría tenido que reconfigurar la trama de su tercera temporada a saber de cuántas formas distintas porque, al tardar como un año en encontrar la financiación necesaria para esa, me temo, última temporada, ya no pudo contar con uno de sus protagonistas desde el principio y con otro de ellos solo hasta mitad de temporada. Y así, tal vez, no se hubiera resentido en sus primeros capítulos al tener que adaptarse a esas dos desapariciones. Ni habrían tenido que, a mi parecer, meter con calzador a una versión más joven de su estupenda antagonista en las dos primeras temporadas para hacer de sustituta. Ni habrían tenido que precipitar el final de la trama principal en el penúltimo capítulo, haciendo un poco de trampa, a mí entender también, para poder regalar a sus seguidores un genial homenaje a la televisión y a sus creadores en el último; dejando en el aire un hasta luego. Así, tal vez, una serie tan diferente, tan necesaria, tan nuestra, habría sido tratada como se merecía.
Una pena que la nueva era de la televisión ha llegado tarde para sus lecciones de historia, que no de viajes temporales. Aunque, bueno, quizá aún quede alguna puerta dispuesta a abrirse para ella. 😉