De relatos: Tecnosanitas

Fotografía: Ester Valverde

 

La sala de espera estaba llena, ni una sola silla libre, por lo que tuvo que quedarse de pie, lo que en otras circunstancias no sería un problema, pero en aquellas…

—Disculpe —le dijo a la mujer que estaba a su lado y que, como ella, tampoco había encontrado un asiento vacío —, ¿para qué hora tiene usted?

—Para las nueve y cuarto.

—¿Nueve y cuarto? Pero si ya son más de las diez.

—Esto siempre es así —respondió la mujer encogiéndose de hombros.

Hizo un calculó mental, si llevaban casi una hora de retraso y ella en un alarde de responsabilidad había llegado media hora antes y, por supuesto, ese retraso se iría acumulando de forma exponencial y me llevo dos y lo multiplico por tres; conclusión: podría morirse allí de pie antes de que le llegara su turno. Resopló y su pierna derecha de aleación de titanio, con GPS, DTP, HRR, QWX y todas las combinaciones de siglas posibles, como llevaba haciendo desde hacía un día, se unió a su protesta lanzando una patada al aire por su cuenta y riesgo.

—Perdón —le dijo a la mujer que tenía a su lado tras casi golpearla su pierna cibernética e independiente —, no sé qué le pasa.

—Ya, como todos.

—¿Y usted por qué está aquí?, si no es mucha indiscreción.

—Lo es.

La mujer le dio la espalda, por si no había quedado claro que pretendía cortar toda forma de comunicación.

La sala fue vaciándose, despacio, sin ninguna prisa. Pasadas las doce pudo sentarse. Pasadas las doce y media hasta dio una cabezadita. Y pasada la una se le iluminó la cara al ver que se abría la puerta, creyó que la llamarían por fin, ilusa. El «tecnotraumatólogo» le dedicó una sonrisa y un alzamiento de cejas a modo de disculpa. Cerró la puerta de su consulta y se fue.

—Irá a hacer pis —apuntó el paciente sentado dos asientos más allá.

—A tomarse un café, más bien —le corrigió una mujer que estaba frente a él al otro lado de la sala.

Pasadas la una y media el «tecnomédico» regresó silbando. Entró en su consulta sin saludarles y cinco minutos después, esta vez sí, abrió la puerta para decir su nombre en voz alta.

—Siéntese, por favor —dijo indicándole que ocupara la silla frente a su mesa —. Cuénteme que le pasa.

—Verá, desde ayer mi pierna derecha —comenzó la explicación que su pierna concluyó lanzando una de sus, a estas alturas, habituales patadas voladoras —. Hace esto.

—Ya veo. Acompáñeme —le dijo mientras se levantaba y se dirigía a la parte de la sala que estaba separada por un biombo —. Siéntese en la cama y quítese la pierna.

Hizo lo que el «tecnotraumatólogo» le pidió. Era una suerte que esto le hubiera ocurrido en verano y llevara pantalones cortos, el engorro que habría sido llevar unos largos y tener que quitárselos para después hacer lo propio con la pierna biónica.

El «tecnomédico» especializado en articulaciones conectó la que le acababa de entregar a un ordenador. Tecleó y tecleó. Líneas de código aparecieron una tras otra en el monitor. Los Led de su pierna se encendían y apagaban, pasando de rojo a verde. Esperó paciente, en silencio, mirando a su alrededor. No había mucho que ver salvo un calendario ilustrado con un hombre sonriente mejorado biónicamente en la práctica totalidad de su cuerpo. Suspiró y miró su pierna derecha, bueno, donde debería estar.

Había tenido un accidente, fracturas múltiples en fémur y tibia, la pierna le había quedado hecha un guiñapo. Pudo elegir si reconstrucción ósea o cambiarla por una artificial. Tantas ventajas escuchó de la segunda opción que ni lo dudó. Su seguro privado cubría la operación, pero no la pierna que le costó todos sus ahorros. En cuanto anduvo con ella por primera vez, el vértigo que le provocó su cuenta bancaria tiritando se le pasó. ¡Qué maravilla! Adiós a las agujetas después de correr, a las molestias articulares con el cambio de tiempo. Y qué decir de lo alto que saltaba ahora, a la pata coja, claro está, porque su pierna izquierda, la pobre, no daba mucho de sí. En cuanto volviera a reunir el dinero necesario, se la cambiaría también, vaya que sí.

—Bien, el análisis sensorial es correcto —dijo el «tecnotraumatólogo» sacándola de su ensimismamiento —. La respuesta motora, también. Por lo que respecta al software está todo bien.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que posiblemente el problema esté en el hardware. —Ella pestañeó dos veces —. La parte física. Dígame, ¿se ha dado un golpe recientemente? —Negó con la cabeza —. ¿Alguna caída? —Volvió a negar —. ¿Un tropezón? ¿No?

El «tecnomédico» desconectó su pierna del ordenador y la llevó a otro aparato, una especie de TAC pero para piezas más pequeñas que un ser humano. Cuando iba a encenderlo se detuvo, de pronto recordó algo bastante importante.

—Qué despiste —dijo y se dirigió a su mesa —. He olvidado comprobar…

No terminó la frase, se sentó y comenzó a teclear. Ella le miró desde la camilla en la que aún seguía sentada.

—Vaya, la garantía ya ha caducado —continuó tecleando —. Y tiene un seguro tipo C.

—Sí —interrumpió para que esa conversación sobre ella a ser posible también contase con ella como si estuviera allí —, ¿por qué?

—Pues… —titubeó él algo incómodo —. Verá… este tipo de seguro… pues… no cubre el escaneo… lo siento.

—¡¿Qué?! —La cara de susto del «tecnotraumatólogo» evitó que soltara de carrerilla y sin respirar aquello de «pues bien que me cobran todos los meses los (insulto de los gordos seguido de otros)» —. Entonces, ¿me está diciendo que no lo va a hacer?

—Si lo paga…

—¡Serán cabrones!

—Hay facilidades de pago… —Fulminó con la mirada al del servicio técnico de piernas artificiales que se hacía llamar médico —. Perdón, es la costumbre.

Respiró hondo varias veces hasta que notó que el calor acumulado en sus mejillas se disipó y, con él, la ira que ardía en cada parte de carne y hueso de su cuerpo. Al final accedió a pagar, como casi siempre que la ponían en esa tesitura, esa que la frase hecha «entre la espada y la pared» retrataba tan bien.

—Nada —sentenció el «tecnomédico» al ver el resultado del escáner —. No hay daños estructurales, ni un rasguño, está perfecta.

—¿Cómo es posible?

—Porque el problema no está en la pierna —dijo señalando con el dedo índice su cabeza.

—¿Perdone?

—Disculpe, qué torpe. Quiero decir que el error, por llamarlo de alguna forma, entiéndame, sería neurológico. A veces, nuestros cerebros tienen dificultades para hacer funcionar los componentes biónicos, como si no asimilasen que hubiera algo artificial en lugar de lo orgánico.

—¿Y ahora qué hago?

—No se preocupe, le haré un volante de urgencia para el neurólogo, no tendrá que esperar.

El «tecnotraumatólogo» sacó su pierna artificial del escáner y fue hacia ella dispuesto a colocársela.

—Quiere que yo… —se ofreció al ver que le costaba encajarla de forma adecuada.

—No, tranquila, puedo… —contestó mientras de forma brusca, tanto que casi la tira de la camilla, ajustó la pierna. Pulsó el botón que cerró los anclajes y añadió satisfecho —: hacerlo yo.

Y fue ese momento, cuando el orgulloso médico tecnológico la miraba, a la pierna, sonriente con los brazos en jarra y las piernas abiertas, el que eligió su pierna para lanzar una patada directa a su entrepierna. Sí, lo sé, eso son muchas piernas.

—Oh, lo siento —dijo ella avergonzada intentando ayudar al doctor que estaba encorvado agarrándose sus partes con la respiración cortada —. Perdón, perdón, perdón…

—Lo ve… —dijo él conteniendo el aliento con la cara roja e hinchada —, es un problema neurológico.

Salió de aquella sala con la sensación de que, además de un diagnóstico, se llevaba un insulto. Llamó a un e-taxi, así no podía conducir, y le indicó la dirección del hospital. «El de la carne y los huesos», repitió al taxista holográfico para asegurarse de que no la llevaba al otro por error, «no el del metal y los cables».

Al llegar al hospital, el otro hospital, desde la ventanilla de información, después de esperar su cola correspondiente, la derivaron a admisiones que, mira tú por donde, se encontraba en la ventanilla contigua. Volvió a hacer cola, de lado para que su pierna no le diera en el culo a la persona equivocada.

—Vaya por el pasillo de la izquierda, todo recto hasta el final —le indicó la amable mujer de admisiones del hospital —. Espere en la sala del fondo hasta que la llamen.

—¿Tendré que esperar? Pero si traigo un papel que dice urgente y el «tecnotraumatólogo» me…

—Como todos, hija, como todos. Por favor, sala de espera al fondo de ese pasillo, tengo que atender a más gente.

Mientras esperaba sus buenas horas añoró, y cómo, su lector electrónico, ¿por qué nunca lo llevaba cuando de verdad hacía falta? Ahora no tenía más remedio que entretenerse observando las caras de hastío que llenaban la sala de espera. Caras que vio desfilar una tras otra hasta que solo quedó ella.

—Su tarjeta sanitaria, por favor —le pidió el neurólogo en cuanto se sentó frente a él —. Gracias.

El médico deslizó la tarjeta por el lector y esperó mirando la pantalla del ordenador. Hizo girar un bolígrafo entre los dedos mientras esperaba. Y esperaba. Y esperaba, y… y, cansado de esperar, le dio un golpe con la mano abierta al lateral de la pantalla. Funcionó, ni un segundo tardó en aparecer el expediente de su paciente. Lo leyó con atención y al llegar a cierto detalle que no le gustó chasqueó la lengua.

—Tiene un implante —comentó el médico.

—Sí, un potenciador de memoria, lo necesitaba para mi trabajo…

—Pues no puedo examinarla.

—¿Por qué?

—No hasta que no me traiga un certificado conforme ese implante funciona correctamente.

—¿Que tiene que ver la memoria con lo que me pasa en la pierna?

—Todo lo que está en el cerebro tiene que ver.

A tomar por saco, tendría que volver al otro hospital, al de las cosas artificiales. Pero si eran más de las siete de la tarde por el amor de dios. Y eran más de las ocho cuando consiguió su certificado. Y cerca de las diez de la noche cuando el neurólogo volvió a atenderla y la remitió a hacerse un escáner, este para personas completas. Media hora estuvo en aquel tubo, media hora más para que el neurólogo, mientras le decía que estaba todo bien, dirigiese su vista del monitor a su cara y su expresión se congelara.

—¿Desde cuando hace eso su ojo izquierdo?

—¿El qué?

«El qué» era un tic preocupante que apareció sin ser llamado y que la envió a la oftalmóloga que hacía la guardia esa noche, porque ya era de noche, de noche que te cagas. La médica de los ojos se cabreó nada más verla, que eso que le pasaba a su párpado no entraba en su campo; al parecer éste solo cubría lo concerniente al globo ocular. Regresó al neurólogo, esta vez neuróloga de urgencias con pinta de llevar haciéndolas varias noches seguidas.

—No sé por qué la mandan de nuevo aquí, está claro que lo que le pasa a usted es estrés, nada más y nada menos.

—Estrés el que me están causando.

—¿Ha dicho algo?

—No, nada. ¿A dónde tengo que ir ahora?

—A la primera planta —le indicó la neuróloga —. La consulta del psicólogo está justo debajo de ésta, solo que dos plantas más abajo, claro. No tiene pérdida.

Caminó hacia el ascensor, sin poder abrir el ojo izquierdo, que hacía ya un rato que había decidido dejar de parpadear a lo loco para quedarse reposando, y con la pierna derecha dando una patada al aire antes de cada paso. Con un solo ojo abierto, el derecho, a su mano le costó calcular la distancia exacta a la que se encontraba el botón de llamada. Tras dos intentos que acabaron a sendos lados de él, consiguió atinar en el centro, lo que solo le sirvió para comprobar que, efectivamente, el día siguiente, porque ya eran más de las doce, podía ser incluso peor.

—Es la quinta vez que se estropea esta semana —dijo un celador que pasó a su lado empujando una silla de ruedas vacía.

No había más remedio, tendría que bajar las dos plantas correspondientes por las escaleras. «Facilísimo», se dijo a sí misma en cuanto echó un vistazo al primer tramo de ocho escalones, seguidos de seis más tras un giro a la izquierda, seguidos de, con toda probabilidad, ocho más en el siguiente giro y así un montón de escalones hasta la planta uno.

Tomó aire y se agarró con fuerza a la barandilla. Le pidió muy amable a su pierna derecha que dejase sus patadas para cuando terminaran de bajar escaleras numerosas y empinadas. Volvió a coger aire, bajó el primer escalón, bajó el segundo y… y patada al aire que no viene a cuento, me cago en el o la técnico que te diseñó.

Rodó escaleras abajo, y rodó y rodó hasta llegar al descansillo de la siguiente planta. Ya no tenía que preocuparse por tener un ojo cerrado, más que nada porque se había quedado inconsciente. La encontró allí tirada, dos minutos después, otro paciente resignado a no poder usar el ascensor. Se fue a pedir ayuda y regresó con varias personas, entre ellas un médico, uno de los huesos y la carne que al ver su pierna artificial retorcida por la caída torció el gesto.

—Hay que avisar a una «tecnoambulancia».

—¿Y ya está? —preguntó el buen samaritano —. ¿No irá a dejarla así hasta que lleguen?

—Es mejor no tocarla, se lo digo por experiencia.

—Vamos, no me jodas. Menuda puta mierda de sanidad. Hasta los cojones nos tenéis.

—Y los ovarios —puntualizó una mujer, evidentemente.

—Eso —se envalentonó el buen samaritano —, y hasta los ovarios también.

—Bueno, bueno, cálmense  —dijo el médico —. Mientras no llegan, puedo examinarle el resto.

—Hombre, menos mal, a ver si te vas a herniar.

El médico se inclinó sobre ella y, mientras comprobaba sus pupilas con la luz de su linterna-bolígrafo con el logo de un empresa de refrescos en un lateral, perjuró y perjuró. A ese paso no volvería a casa para dormir en su cama hasta navidad, y estaban en pleno agosto.

—Esto no está pagado.

 

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