Década de los noventa, mi hermano y yo, dos adolescentes, encendemos nuestro IBM PS/1 dispuestos a continuar la terrorífica aventura de “Alone in the dark”. Lo primero: crear ambiente. Cerramos la puerta de la habitación y la iluminamos solo con la tenue luz de un flexo. Sonido al máximo y comenzamos a deambular por el caserón maldito. Suena el reloj y, de repente…
—¡Un zombie! —grita mi hermano.
—¿¡Dónde!? —pregunto acoj… acongojada yo.
—¡Detrás de ti!
Pánico, horror, echar a correr… y gritos y risas nerviosas. Y lo mismo con los fantasmas, los monstruos, los gusanos gigantes, etc. Y es que así era mucho más divertido, así te sumergías en la historia como si de verdad estuvieras ahí porque, ¿acaso no lo estabas? Ahora, para que os hagáis una idea del poder de nuestra imaginación, dentro imagen del juego:

“Superterrorífico”, ¿a qué sí? El corazón en un puño. 😛
Me encantaban, y me encantan, los videojuegos. Casi siempre jugaba con mi hermano aunque el susodicho juego solo fuera para un jugador. Formábamos una especie de equipo, como un piloto con su copiloto. Cuando, por ejemplo, tocaba uno de plataformas, como a mi hermano le gustaban más, él manejaba el teclado y yo miraba, atenta a los tesoros que se le pudieran escapar. Pero cuando llegaba el turno a mi género favorito, las aventuras gráficas, intercambiábamos posiciones.
Y es que a mí, lo que me apasionaba era convertirme en otra persona, vivir, por un momento, otra vida. Lo hacía, meterme en el papel de otro, incluso si el videojuego era un simulador. Menuda imagen, yo, medio disfrazada, convencida de ser un piloto de helicópteros de guerra. Recuerdo con especial cariño “Monkey island” o “Another World”. Lo contenta que me puse cuando remasterizaron este último para PS3 y lo difícil que es jugarlo con mando en vez de con teclado, he perdido la cuenta de las veces que me he muerto solo en el comienzo. Qué triste, mi yo de catorce años se reiría de mí.

Con los años dejé de lado este tipo de videojuegos, para aventura la vida real, y mis preferencias acabaron inclinándose por otro tipo de juegos al los que yo denomino de “acción-reacción”. Videojuegos en los que no necesitas pensar y sirven, al menos a mí, para relajar la mente. Nada como matar zombies para eliminar el estrés, te lo digo yo. Así que dejé las aventuras por disparos, peleas en el ring o encuentros futbolísticos. Eso sí, creo que en el fondo seguía queriendo volver a mis orígenes, porque sino no se explica que tenga varios “Pro Evolution Soccer” solo para jugar al modo soy leyenda y me tire horas diseñando a mi yo futbolista (y cada cierto tiempo le cambie el peinado, ejem).
Sí, en el fondo deseaba volver a mis aventuras virtuales, a mis vidas en “dieciséis bits”. El caso es que no sabía cómo, no había encontrado nada que llamara lo suficiente mi atención, hasta que mi amigo (virtual) J.A. en su blog “La mochila de J.A.” habló de cierta saga espacial. El título se quedó en mi memoria y una tarde, por casualidad, rebuscando en videojuegos de segunda mano, encontré la segunda parte de dicha saga. Desde entonces estoy perdida, desde entonces sufro adicción y no hago más que buscar y adquirir videojuegos que te trasporten a otros lugares y te hagan vivir en tus carnes, en tus entrañas, la épica de la aventura, dejándote un gran vacío cuando llegas al final como nunca antes lo logró ningún videojuego, como solo esta saga ha sido capaz, como solo ella ha sido capaz. Redoble de tambores, os presento a la mi comandante Shepard.

Con esta pequeña introducción doy comienzo a una serie de entradas sobre videojuegos, a mí manera, eso sí, y voy a empezar por aquellos a los que yo he catalogado cariñosamente como “vive tu propia aventura” (sí, parecido a aquella serie de libros). Y es que cada jugador vivirá, literalmente, su propia aventura y será tan diferente como lo sean las decisiones que tome.
Teniendo en cuenta que esta entrada debería haber llegado el jueves pasado, despiste mío, solo tendréis que esperar una semana para leer la continuación. Próxima parada: La trilogía de Mass Effect.